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Lecciones no aprendidas

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Tras solventar muchas dificultades, invitados por el régimen, luego desinvitados, y vueltos a invitar, los once miembros de una misión del Parlamento Europeo, en la que todo el espectro político estaba representado, pudieron cumplir por fin su visita a Nicaragua propuesta desde noviembre del año pasado.

El presidente de la misión, el eurodiputado Ramón Jáuregui, presentó antes de partir unas conclusiones terminantes sobre la urgente necesidad del cese de la represión, la libertad de los presos políticos, la restitución de la libertad de información, y el restablecimiento de la democracia por medio de elecciones confiables.

Y en sus declaraciones Jáuregui dijo algo que parecería obvio pero en Nicaragua resulta esencial: “la democracia tiene una regla que es aceptar la posibilidad de la derrota”. Es decir, el que compite por el voto popular, sobre todo si lo hace desde el poder, debe estar dispuesto a perder, y aceptar que perdió.

Es lo que hizo el Frente Sandinista tras las elecciones de 1990, cuando los votantes decidieron confiar la presidencia a doña Violeta de Chamorro, y otorgaron a la oposición la mayoría en la Asamblea Nacional y en los gobiernos municipales: aceptó la derrota sin dilaciones ni mañas, y eso le dio entonces el inmenso prestigio de haber entregado por los votos el poder ganado por las armas una década atrás, hará ahora cuarenta años.

Hasta entonces la filosofía dominante había sido la del poder popular confiado a la vanguardia por una especie de voluntad divina. Las revoluciones eran, además, invencibles. ¿Dónde se había visto que el pueblo mismo fuera a derrotar a una revolución popular forjada con sangre? Pero ocurrió.

Dos años antes de la derrota, en enero de 1988,  Carlos Fuentes hizo una visita a Nicaragua. Lo acompañaba el periodista Stephen Talbot, que escribía un reportaje sobre el escritor mexicano para la revista Mother Jones.

En una de las conversaciones que sostuvo Fuentes con los dirigentes sandinistas se habló de las posibilidades que tenía la contra de ganar la guerra, recuerda Talbot, y el comandante Tomás Borge “dijo decididamente que algo así era imposible porque los contras van a contrapelo de la historia”.

Fuentes interrumpió para preguntar: “¿Y cuál fue la experiencia de Guatemala en 1954 y de Chile en 1973? ¿No se demostró que la izquierda puede ser derrotada?”. “No”, respondió Borge, cortante. “Ellos no armaron al pueblo, por eso perdieron”.

Después se discutió sobre el tema de las elecciones y los partidos de oposición. “Borge dijo que su opinión personal era que ningún partido de oposición podía llegar a ganar a los sandinistas en las urnas. “Ahora no”, asintió Fuentes, “pero en el futuro, ¿por qué no?”. “Sólo si son antiimperialistas y revolucionarios”, proclamó Borge, “si un partido reaccionario ganara, yo dejaría de creer en las leyes del desarrollo político”. “Yo no estaría tan seguro de esas leyes”, advirtió Fuentes”.

Aquel futuro no estaba tan a largo plazo. Pero tras la admirada aceptación de la derrota de 1990, el Frente Sandinista perdió la oportunidad de recuperar los espacios electorales que había perdido, luchando bajo las reglas democráticas para conquistar de nuevo la mayoría de los votantes. El criterio obsoleto de la vanguardia dueña de la verdad, y que representa al pueblo aunque tenga en contra la mayoría, volvió a imponerse.

Y cuando Daniel Ortega, tras tres derrotas electorales logró por fin ganar en 2006, no lo hizo porque tuviera de nuevo esa mayoría, sino porque selló un pacto con Arnoldo Alemán, entonces caudillo del partido liberal, por medio del cual se reformó la Constitución para que pudiera ganar en primera vuelta con el 35% de los votos, la cifra máxima que el eterno e insustituible candidato del Frente Sandinista había logrado sacar. Unas reglas electorales confeccionadas a la medida.

Por lo que ha sucedido a partir de entonces, estoy convencido de que Ortega se hizo la promesa de no volver a perder nunca, con lo que, a lo largo de estos años, en su esquema de preservación del poder a toda costa, ha estado ausente la voluntad de aceptar que la derrota es una regla esencial de la democracia.

Y hay otra cosa que en su comparecencia Jáuregui agregó a las reglas de oro de la democracia: el poder no es un fin en sí mismo, sino un medio para realizar un programa de gobierno. Asegurarse la permanencia en el poder, ya sea violentando los procesos electorales, o por medio de la represión y la violencia, sólo es capaz de acarrear crisis tan profundas como las que hoy vive Nicaragua.

Se cierran las salidas porque si la solución son unas elecciones en las que el que quiere quedarse para siempre en la silla presidencial se arriesga a perderlas, esa solución no será viable. El poder no puede ponerse en juego, la derrota no es una opción. Por eso es que resolver la crisis que amenaza con destruir al país se hace tan difícil.

Y por eso es que los reclamos por un diálogo nacional no son escuchados; porque un diálogo lleva necesariamente a hablar de elecciones limpias, justas, con jueces imparciales y honestos, vigiladas internacionalmente. Ese es el atolladero del que hay que salir.

Hay que buscar como Ortega escuche a todos quienes le dicen, igual que el eurodiputado Jáuregui, que la democracia tiene una primera regla, que es aceptar la posibilidad de la derrota. Porque unas elecciones de una sola cara, con el mismo ganador, ya no son posibles en la nueva realidad que vive Nicaragua. Sólo harán más profundo el abismo.

La creencia de que el poder es un fin, y no un medio, es a estas alturas catastrófica. Y el reclamo para que el país empiece lo más pronto posible a vivir bajo un régimen de democracia abierta, de libre opinión, y elecciones transparentes, es lo que la inmensa mayoría de los ciudadanos quiere.

No hay que desmayar en esa insistencia, porque el diálogo, y las elecciones justas, son la única salida posible.

Masatepe, febrero 2019

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