El hambre no se combate sólo con un plato de comida. Digerida la limosna en forma de alimento, se abre de nuevo el hueco en la barriga, agujero negro de la ciudadanía. Ni la Bolsa Familia. Es necesario evitar que existan personas desprovistas de los bienes esenciales para la vida, capaces de proveer su propio sustento, como intentaba hacer el programa Hambre Cero.
Para que el derecho a la ciudadanía no quede reducido a los discursos políticos, el combate al hambre exige, como mínimo, reforma agraria, distribución de la riqueza y escolarización obligatoria de todos los niños y niñas.
Lo mismo se aplica a la violencia. No es un fenómeno restringido a São Paulo y otras ciudades populosas. Nueva York es más peligrosa que la favela de Rocinha. En Goiania, Salvador o Porto Alegre los asesinatos forman parte de la vida diaria.
Lo grave es cuando los narcotraficantes se infiltran en los cuerpos de la policía, corrompiendo a jueces y comisarios, obteniendo armas exclusivas de las fuerzas armadas y delimitando territorios bajo su autoridad.
El traficante, como el político corrupto y el empresario especulador, es hijo de la impunidad. Por lo que es preciso no cometer el error de cierto periodismo televisivo espurio que ya no distingue entre el habitante de la favela y el traficante. No se puede aplicar a las favelas lo que recomendaba el gran inquisidor: “Matémoslos a todos. Dios sabrá quiénes son inocentes y quiénes culpables”. Medida, por cierto, que Obama viene aplicando con sus aviones drones en Afganistán.
La violencia del narcotráfico no es causa sino fruto de la violencia mayor de una élite que mantuvo a este país amordazado durante 21 años de dictadura militar, cortando ideas y utopías. Los hijos y los nietos nacidos durante o poco después de esos años de plomo no tuvieron la educación para la ciudadanía de los gremios escolares y de los movimientos estudiantiles, de las academias literarias y de los cineclubs.
Perdidos en la noche, muchos buscan la luz en la marihuana y la omnipotencia en la cocaína. Si el tráfico de drogas está tan bien organizado es a causa de los asalariados que, cuando pierden la cabeza, recurren al licor. Es gracias al sofisticado mercado de consumo que paga bien por la droga. Y, a falta de dinero, recurre al crack.
En la espiral de violencia el joven ‘avión’ que lleva la droga, la ‘mula’ que abastece los puestos de venta y el traficante que dirige todo y no vive en la favela, sino que tiene una casa con piscina y auto del año, son el resultado de la política equivocada del gobierno en relación a los derechos humanos. No basta con asegurar un salario, con llenar el bolsillo, es necesario sobre todo llenar la cabeza, facilitar el acceso a la cultura, de modo que haya un protagonismo emprendedor.
Si la mayoría del pueblo brasileño tuviera tierra para sembrar, mejores salarios y una educación escolar de alta calidad, no habría favelas. Si nuestra juventud contase con lugares de recreo, de deportes y de creatividad artística y cultural, no tendríamos tantos muertos-vivos destruidos por el crack y otras drogas.
“¿Y qué pasaría si de pronto la tv decidiera promocionar el bien?”, preguntó un día el periodista Ricardo Gontijo. ¿Qué se puede esperar de los niños y jóvenes que pasan horas ante las cajas mágicas electrónicas, embotados por el entretenimiento consumista, por la publicidad hedonista, ahítos de películas y programas que casi nada ayudan a la formación de su subjetividad y al perfeccionamiento de su cultura? Impelidos por el desgobierno de sí, y a falta de quien les indique el camino del Absoluto, buscan el del absurdo, manteniendo el narcotráfico.
¿Cuáles son los ídolos de los jóvenes de hoy? ¿Gente altruista como el Che Guevara, Mandela, Luther King, Gandhi o Jesús? ¿Cuáles son los valores más buscados hoy día por la sociedad? Riqueza, belleza, fama y poder. Ahora bien, cuanto mayor es la ambición, mayor es la caída. Y el agujero en el corazón. El agujero en el pecho necesita ser compensatoriamente rellenado de alguna forma.
La sociedad se laicizó. Ha sido una conquista de la modernidad. Pero el ser humano es siempre el mismo, desde que fue expulsado del paraíso por haberse equivocado y pretender ser Dios, cuando su vocación es tener a Dios. Impregnarse del Absoluto. Saciarse en el pozo de Jacob (Juan 4).
Encuentro por lo menos extraño cuando, en ceremonias litúrgicas, observo a niños y jóvenes acompañados de sus padres y abuelos cristianos, que no saben ni rezar el Padrenuestro ni el Avemaría. ¿Qué esperar entonces de una generación desprovista de espiritualidad?