Ángel González Quesada es dramaturgo, guionista, actor y director del grupo de teatro ETÓN. También es miembro de la Red Internacional de Escritores por la Tierra (RIET) y fue el ganador del primer Premio Hispanoamericano de poesía Ernesto Cardenal. Recuperamos un escrito suyo publicado hace unas semanas en ‘Salamanca al día‘ titulado ‘Los invisibles’.
‘Los invisibles’
En el verano de 2016, las autoridades francesas anunciaron a bombo y platillo el desmantelamiento de “La Jungla”, un campo de refugiados europeos que con ánimo de llegar al Reino Unido se hacinaban a las afueras de Calais, en una serie de campamentos y campos que albergaban a más de 7.000 personas viviendo en deplorables condiciones de todo tipo. Hoy, más de dos años después, muy cerca de donde los bulldozers arrasaron los precarios habitáculos de los soñadores de fronteras, miles de personas se hacinan en un enorme espacio no reconocido oficialmente como campo y ni siquiera considerado como grupo de personas, malviviendo en barracones de cartón y tiendas agujereadas, muriéndose (literalmente) de frío, de miseria y dolor, y mintiéndose una especie de vidurria que va perdiendo hora a hora la piel de una esperanza que fue falsa desde el principio.
Distintas iniciativas, más voluntaristas que efectivas aunque todas útiles, trabajosas, difíciles y luchando contra los obstáculos de la irracionalidad y el más mezquino interés político, y solo como fruto de la talla moral de personas de todo el mundo y organizaciones que todavía (¡todavía!) insisten en creer en el principio humanitario de la solidaridad, procuran a estos supervivientes de la injusticia un abrazo en forma de ropa, alimentos, atención sanitaria, calor o siquiera, a veces, una palabra cálida, una mirada, el aliento que los mantenga un día más (un día menos…) aferrados a lo que de verosímil tenga cada mañana lo imposible, prendidos a la cola de una certidumbre en el futuro que va perdiendo su fuerza y las letras de su nombre bajo el barro, entre el frío y la lluvia, junto al hambre y la enfermedad, cercados por la espesa niebla de la tristeza y una honda forma de amargura que infecta el alma hasta volverlos locos.
En el orden moral, cualquier acción (u omisión) debe tener en cuenta el contexto y las consecuencias. No es esta una máxima que se apliquen en cumplir los estados del siglo XXI (y los países europeos están en caída libre hacia la pura deshumanización), sino que, muy al contrario, adaptan, ajustan y miden sus acciones (y sus omisiones) en función de intereses electorales, numantinismo político, arengas de pertenencia y, también, a la siembra, prédica y abono en la ciudadanía del egoísmo individualista que genera la xenofobia, el racismo y la desigualdad. La decisión política de negarse las autoridades francesas (y europeas) a reconocer no solo la existencia de estos campos en Calais sino, incluso, de las personas –mujeres, niños, hombres- que allí malviven (táctica de avestruz que niega cualquier principio humanitario, desautoriza éticamente a los gobiernos y convierte en papel mojado los principios de la unión europea –con minúsculas-), hace que las solicitudes de asilo, amparo, ayuda y asistencia, atención, respeto o cuidado que presentan una y otra vez las ONG’s en nombre de los refugiados, caigan en el saco roto de la indiferencia, cuando no en las frías garras de los impávidos seguidores de los reglamentos restrictivos, palafreneros de “lo legal”, fieles cumplidores de las órdenes del ninguneo, las instrucciones de la desatención y los decretos del desdén, indignas coartadas con las que, mordazas al grito de auxilio, sancionan, retienen, multan o expulsan a quienes se atreven a pedir ayuda para gente… que no existe.
La indiferencia con la que persiste, se asienta y se tolera la colosal vergüenza de la existencia de campos de refugiados en Etiopía, en Tanzania, en Grecia, en Palestina, en Turquía o en Siria (y, sí, en Francia…), se ve a veces agravada (si hubiera grados de crueldad en la indiferencia), con la hipocresía de la explícita negación de su existencia, como sucede en Calais, lo que hace mucho más difícil, casi imposible, la ya ardua tarea solidaria de atención y ayuda; eso provoca acusaciones, detenciones, sanciones y expulsiones de cooperantes y voluntarios con el consiguiente empeoramiento de las condiciones de vida en los campos (sí, campos de refugiados, monsieur Macron), abandono de la atención y por ello, abocados los refugiados al hambre y la miseria, crecimiento de la delincuencia y la prostitución para procurarse la subsistencia en una endiablada espiral que está convirtiendo cierta antigua grandeur en una actual y mezquina petitesse.
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Ángel González Quesada