Es fácil perder el foco cuando se usa un lente largo. El cuidado que hay que ponerle para que el objetivo no pierda claridad debe ser mayor. Es decir, cuando se está lejos y se quiere mirar de cerca al mismo tiempo, si no se tienen cuidad, todo sale borroso; digamos que la ubicuidad tiene su arte.
Algo similar ha ocurrido con la forma en que hemos mirado, durante las últimas semanas, la protesta femenil de un viernes en la Ciudad de México. Han aparecido los puntos de vista extremistas, que no radicales, pues es característica de un necio colocarse en el lado opuesto de su oponente sólo por joder, y pocos ha sido los análisis certeros y bienintencionados que buscan que lo ocurrido el 16 de agosto no sea condenado tachado de vulgar vandalismos y pase a ocupar un sitio en el escaparate del ostracismo que, a la vista de todos, ha ocultado en este país muchas de las cosas que de verdad importan y deberíamos tener frescas en la memoria todos los días.
Nadie con tres dedos de frente puede negar la importancia de que las mujeres hayan mostrado públicamente su hartazgo y frustración al respecto de un mundo que las orilla a representar sólo el papel de objetos de satisfacción masculina poniéndolas en el centro de las agresiones verbales, físicas, sexuales, y hasta en riesgo de perder la vida. La magnitud de la protesta es directamente proporcional al daño que les hemos causado todos como sociedad, sobre todos aquellos que se quedan impávidos viendo pasar lo ocurrido como las vacas miran pasar los trenes.
Pero tú eres hombre. A ti nadie te ha acosado, nadie te violenta, ¿qué te importa? Aun cuando estas afirmaciones claramente machistas fueran ciertas es mi derecho, como padre de una hija, mostrar mi solidaridad a un movimiento que busca el respeto y la igualdad, al igual que mi consternación por vivir en un país donde día con día la cifra de mujeres que desparecen y al poco aparecen muertas crece como la espuma, mejor será decir, como el sargazo.
El punto es simple. ¡No debe de ser así! Ni mi hija, ni su madre, ni ninguna mujer deberían salir a la calle con miedo. Todas en este país deberían salir a la calle vestidas como se les pegue la gana, mostrando o no las partes de su cuerpo tal cual les plazca. Y si alguien se atreviera a faltarles por la simple y sencilla razón de ser mujeres, el castigo debería ser ejemplar y público. No se trata de la ley del talión, se trata de volver a la sana costumbre del respeto, único estandarte donde puede izarse y ondear la bandera de la igualdad.
Sin embargo, aunque la rabia con que actuaron es comprensible, no es justificable; no porque lo destruido vaya a costarle a los contribuyentes, o porque se altere el apacible sueño del monumento independentista, no, sino porque el destrozo se convierte en el pretexto idóneo para perder el foco, para volverlo el tema principal y soslayar lo verdaderamente importante: que las mujeres en México están cansadas de morirse por ser mujeres.
Es como cuando, en el medio de una discusión de pareja, uno de los implicados comete un error de fecha o confunde la ubicación de unas vacaciones, inmediatamente la pifia es utilizada por el contrincante, digo por la otra parte, para desprestigiar lo dicho, por poner en tela de juicio la veracidad del argumento, pero que eso, para anular la validez del sentimiento.
Pero ya ha ocurrido, ¿qué hacemos ahora? Esforcémonos por no perder el foco, quitémonos el telefoto y no juguemos a estar en dos sitios a la vez, acerquémonos a escuchar lo que las mujeres a nuestro alrededor han sufrido en la calle, en la oficina en la casa y pongámonos firmemente de su lado, al cabo la justicia que ellas buscan nos liberará a todos.
Abraham Chinchillas es un escritor, poeta, traductor, editor, periodista, fotógrafo, locutor de radio y TV y promotor cultural mexicano. El texto “Perder el foco” ha sido publicado previamente en el blog de este miembro de la RIET,