Tal día como hoy, 16 de noviembre de 1922, nacía el escritor, novelista, poeta, periodista y dramaturgo portugués, José Saramago, el cual fue Premio Nobel de Literatura en el año 1998.
Para rendirle un homenaje, recuperamos uno de sus artículos escritos en el cual habla de la importancia del compromiso político de los escritores. El texto se publicó en la revista La Ortiga en 1996, dos años antes de que José Saramago ganara el Premio Nobel de Literatura. Este artículo sigue siendo atemporal y por eso hemos decidido recuperarlo:
Los escritores ante el racismo
Ahí está el racismo, aquí están los escritores. La cuestión parece bastante clara a simple vista: al ser el racismo una expresión configuradora, y hasta ahora inseparable, de la especie humana, con raíces probablemente tan antiguas como el día en que se encontraron por primera vez homínidos pelirrojos y homínidos negros; al presumir los escritores, a su vez, que son y merecen ser los guías espirituales de nuestra confusa humanidad, incluso aunque, por haberles dado ella la espalda, hayan dejado de estar de moda los maîtres-à-penser, la respuesta a una interpelación dirigida a ellos sería, probablemente, la redacción del milésimo manifiesto, de la milésima condena del racismo y de la intolerancia xenófoba, suscrita por todos los escritores de este prolijo mundo nuestro, del primero al último, si es que para ellos también existe, en algún lugar, una clasificación por puntos, como la de los tenistas, que solo tienen que mirar la tabla para saber lo que valen…
Desgraciadamente, estas cosas no son tan sencillas, por muy abundante que haya sido en los últimos tiempos la producción de documentos condenatorios que, dejando invariablemente intacta e inalterada la causa de la protesta, sirven para poco más que robustecer la buena imagen que queremos tener de nosotros mismos. El problema no está tanto en discutir sobre la necesidad de proclamar a los cuatro vientos lo que deberían hacer los escritores contra el racismo y la xenofobia –estaríamos, en ese caso, en el dominio de las puras obviedades–, sino en empezar a averiguar si el racismo y la xenofobia, en sus diferentes expresiones (desde la degeneración violenta de aspiraciones nacionales justificadas histórica y culturalmente, hasta la amenazante resurrección de doctrinas más recientes de exclusión, persecución y muerte), no se estarán beneficiando de los silencios de la tribu literaria, aprovechando el vacío resultante de la enajenación social defendida por muchos escritores, en nombre de criterios de libertad e independencia intelectual alegadamente superiores, que los llevaron a lo que denominan su compromiso personal exclusivo con la escritura y la obra. En otras palabras: se trata de saber si los escritores de hoy que, por indolencia de espíritu o insuficiencia de voluntad, han renunciado a un papel interventivo, estarán decididos a mantenerse indiferentes ante lo que está sucediendo a su puerta, viviendo por cuenta propia, tanto en las acciones como en las omisiones, la inhumana “regla de oro” de Ricardo Reis, aquel otro yo neoclásico de Fernando Pessoa que un día escribió, sin que le temblase el pulso ni ponerse colorado de vergüenza: “Sabio el que se contenta con el espectáculo del mundo…”
Ya han sido identificadas todas las causas del racismo, desde la proposición política de objetivos de apropiación territorial, usando como pretexto supuestas “purezas étnicas” que con frecuencia no dudan en adornarse con las nieblas del mito, hasta la crisis económica y la presión demográfica que, sin tener la obligación, en principio, de invocar justificaciones exteriores a su propia necesidad, sin embargo, no las desdeñan si, en algún momento agudo de esas mismas crisis, se considera útil el recurso táctico a tan adecuados potenciadores ideológicos, los cuales, a su vez, en un segundo momento, podrán transformarse en móvil estratégico autosuficiente. Desdichadamente, los brotes de racismo y xenofobia, cualesquiera que sean sus raíces históricas y sus causas cercanas, encuentran, por lo general, facilidades para sus operaciones de corrupción de las conciencias públicas y privadas, adormecidas, unas y otras, por egoísmos personales o de clase, disminuidas éticamente, paralizadas por el temor cobarde a parecer poco “patrióticas” o poco “creyentes”, según los casos, en comparación con la insolente propaganda racista o confesional que, poco a poco, va despertando a la bestia que duerme en nuestro interior, hasta hacerla salir a la luz. Nada de esto debería sorprendernos y, sin embargo, una vez más, con desconcertante ingenuidad, si no con censurable hipocresía, vamos por ahí preguntándonos cómo es posible que haya vuelto la plaga que creíamos extinguida para siempre, en qué mundo terrible estamos, al final, viviendo, cuando pensábamos haber progresado tanto en cultura, civilización y derechos humanos.
¿Qué es la tolerancia sino una intolerancia capaz aún de vigilarse a sí misma? ¿Cuántas personas, hoy intolerantes, eran ayer tolerantes?
Que esta civilización –y no me refiero solamente a lo que denominamos civilización occidental, sino a todas, desarrolladas o atrasadas, que están sufriendo el choque de las rápidas transformaciones de nuestro tiempo, tanto las científicas y tecnológicas como las morales y axiológicas–, que esta civilización está llegando a su fin, parece no ofrecer dudas a nadie. Que entre los escombros y avatares de los regímenes y sistemas –socialismos pervertidos y capitalismos perversos– empiezan a esbozarse nuevas recomposiciones de los viejos materiales, casualmente articulables entre sí, o, aunque unidos por la lógica férrea de la interdependencia económica y de la globalización informática, prosiguiendo con estrategias perfeccionadas los conflictos de siempre, todo esto parece estar, igualmente, bastante claro. De un modo mucho menos evidente, tal vez por pertenecer a lo que denominaré, metafóricamente, las ondulaciones del espíritu humano, creo que es posible identificar en la circulación de las ideas un impulso dirigido tendencialmente a un nuevo equilibrio, a una “reorganización” axiológica que debería suponer, junto al pleno ejercicio de los derechos humanos, una redefinición de sus deberes, hoy tan poco apreciados, pasando a situar, al lado de la carta de los derechos de los hombres, la carta imperativa e indeclinable de sus obligaciones. Pues bien, si no me equivoco demasiado, esta reflexión, que parece querer despuntar en medio de nuestras perplejidades, tendría que empezar por proceder a la reevaluación y crítica de algunos conceptos corrientes, aunque espléndidos y generosos, que forman parte, por contraste y en engañosa antonimia, de ese universo del vocabulario en el que reinan, efectivamente, como sombríos y terribles astros, la xenofobia y el racismo. Me refiero, en concreto, a la tolerancia, esa palabra que ha hecho correr ríos de tinta, tantos como su contraria e irreductible enemiga: la intolerancia.
Nos dicen los diccionarios que “tolerancia” e “intolerancia” son conceptos extremos e incompatibles entre sí, y, definiéndolos así, nos conducen a situarnos, excluyendo otras alternativas, en uno de esos dos extremos, como si, además de ellos, no pudiese existir otro espacio, el espacio del encuentro y la solidaridad. De ese espacio no tenemos palabra que lo identifique, no tenemos, para llegar a él, la brújula, la carta de navegación. Pero, si la palabra no está en los diccionarios es solo porque no tenemos en el corazón el sentimiento que le conferiría una humanidad definitiva: parafraseando remotamente a Marx, diré que los hombres no pueden, antes del tiempo justo, crear las palabras que, sin saberlo o no queriendo todavía saberlo, estaban ya necesitando vitalmente… Ponderadas las situaciones, observados los comportamientos, ¿qué es la tolerancia sino una intolerancia capaz aún de vigilarse a sí misma, pero temerosa de verse denunciada ante sus propios ojos, bajo la amenaza del momento en que las nuevas circunstancias se arranquen la máscara que otras circunstancias, de signo contrario, le habían pegado a la piel, como si aparentemente fuese ya la suya? ¿Cuántas personas, hoy intolerantes, eran ayer tolerantes?
¿Qué papel podrá entonces desempeñar el escritor, ese al que parece haberle sido retirada la antigua misión, tácitamente comprendida y reconocida por la sociedad, de abrir camino a las verdades posibles? ¿Qué dirá, qué escribirá, si cada vez se va haciendo más obvia la impotencia de la literatura, de cada obra literaria y de todas ellas juntas, para influir de modo profundo y permanente en la vida social? Si las sociedades no se dejan transformar por la literatura, si, por el contrario, es la literatura la que se encuentra hoy asediada por sociedades que no le piden más que las fáciles variantes de una misma anestesia de espíritu, es decir, la frivolidad y la brutalidad, ¿cómo podremos hacer intervenir socialmente la voz y la acción de los escritores, al menos de aquellos a los que el compromiso con la escritura, absoluto o relativo, no ha hecho perder sus obligaciones, relativas y absolutas, como ciudadanos?
Publicar artículos, hacer entrevistas, dar conferencias son tareas derivadas del acto central del escritor: escribir. Con independencia de la naturaleza, exigencia y singularidad de la obra a la que el escritor ha decidido consagrar su vida –o, en palabras menos solemnes, el tiempo, el talento y la paciencia–, apetece decir que debería aprovechar todas las ocasiones para glosar, ya con motivos pacíficos, el dicho de Cicerón cuando, al final de sus discursos, viniese o no a cuento, exigía la destrucción de Cartago. Las Cartago de hoy se llaman Intolerancia, Xenofobia, Racismo, y nunca serán vencidas si no nos empeñamos en el combate, escritores y no escritores, con los mismos ingredientes con que se hace una obra literaria, paciencia, talento y tiempo, por este orden u otro cualquiera.
Tengamos la honestidad de reconocer que los escritores han dejado de comprometerse y que algunas de las hábiles teorizaciones con que hoy nos entretenemos son escapatorias intelectuales
Pero, entre los escritores, convoquemos sobretodo a esta lucha a la figura concreta de hombre o mujer que está por detrás de los libros, no para que nos digan cómo escribieron sus grandes o pequeñas obras (lo más seguro es que ni ellos mismos lo sepan), no para que nos eduquen y guíen con sus lecciones (que muchas veces son los primeros en no seguir), sino para que sencillamente se nos presenten todos los días como ciudadanos de este presente, aunque, como escritores, crean estar trabajando para el futuro. No se pide que retomemos (si no encontramos para ello en nuestro fuero interno motivos ni razones) los caminos de naturaleza sociológica, ideológica o política que, con resultados estéticos variables, llevaron a aquello que se llamó literatura comprometida, sino que tengamos la honestidad de reconocer que los escritores, en su gran mayoría, han dejado de comprometerse, y que algunas de las hábiles teorizaciones con que hoy nos entretenemos han acabado por constituirse en escapatorias intelectuales, modos más o menos brillantes de disfrazar la mala conciencia, el malestar de un grupo de personas –los escritores, precisamente–, que, después de haberse proclamado a sí mismas como faro del mundo, están añadiendo ahora a la oscuridad intrínseca del acto creador las tinieblas de la renuncia y la abdicación cívicas.
José Saramago