El campo ha sido otro con la pandemia. Los horrores de la civilización eran más fáciles de llevar en la naturaleza.
El confinamiento, es decir la multiplicación del estar solo con nosotros mismos, la convivencia exclusiva con los convivientes, ha permitido que aflore la conciencia de que el encarcelamiento blando, el que supone amontonarse en lo urbano, se convertía en prisión opresora.
Como no podía ser de otra forma, muchos pensaron más en la libertad, algo que suele suceder si nos recluyen o esclavizan. Un sin, el virus, le quitó lo mejor que tenemos a la mayoría. También ha tenido algo positivo pues se añoró, más que nunca a lo largo del último siglo, al otro con, al inmenso, panorámico, al esencial, todo lo demás. Lo de afuera.
“Fui testigo de que el miedo desapareció de los paisajes. De que basta una retirada de la civilización para que avance la belleza”
Por eso la medicina contra tanta ignorancia, es decir violencia, es el vivir con. Con la que ya estaba antes de nosotros. Con lo que nos trajo y mantiene y que, aunque esta civilización lo destruya, llevamos puesto como la piel. Por eso mismo alejarse de la vida espontánea, esta que funda todos los porvenires posibles, es desollarnos o, si se prefiere, es emascularnos, como mantenía Ortega y Gasset, la mejor mitad de nosotros mismos.
Confidencialmente quiero contarles algo; muy poco. Imposible siquiera una aproximación por lo limitadísimo de los tiempos y espacios de los formatos convencionales en los medios de comunicación.
Acepten, por favor, si lo consideran conveniente, la descripción de mi propia suerte al convivir con lo que vive. Con un derredor que despliega miles de destrezas y centenares de proezas para que, no solo él sino también nosotros podamos vivir. Incluso para que comencemos a comprender.
Pido disculpas pero, siendo como es la vida un alternarse de delicias y tormentos, a mí me han tocado mucho más las primeras, sobre todo a lo largo del maldito 2020 y lo que va de 2021.
He sido más sereno y fértil, he contemplado, escrito, leído y cultivado más que nunca y eso que llevo medio siglo intentando naturalizarme, naturalizar y contarlo. También he llorado viendo los telediarios y escuchando los informativos de radio.
He perdido a un pariente cercano, segado como demasiados. Mi familia no pudo acompañarme al quedar atrapados, como la mayoría, en lo abarrotado. No soporto lo que está pasando, ni la formidable torpeza que supone el monólogo del supremacismo en auge de esta especie nuestra. Es decir, este no incluirnos, este vivir sin diálogos con la Vivacidad.
Pues bien, a pesar de todo he pasado el mejor año de mi ya casi larga vida. De nuevo ruego perdón por la formidable suerte que tengo. Se debe a que vivo en el bosque. He visto, este año casi a diario, cómo la arboleda fabrica la transparencia que respiramos. Escuché a menudo las lúcidas melodías de la aurora y acudí a más de 100 conferencias, esas que el silencio da todos los días, durante unos segundos, tras trasponer el sol la línea del horizonte. En suma, me alcanzó, a bordo de la soledad, la inmejorable compañía del con.
He visto crecer la mejor cosecha de los últimos cuarenta años. Cundió, sobre todo, la calma, el mejor nutriente para la inteligencia. Fui testigo de que el miedo desapareció de la mayor parte de los paisajes. De que basta una retirada de la civilización para que avance la belleza en libertad que son los infinitos rostros de la Natura.
Por si todo eso fuera poco, llovió lo suficiente y tuvimos más primavera que nunca. Comprobé que no me había equivocado cuando escribí, hace muchos años, que este tiempo, tan cruel este año para lo humano, es la primera materia prima de la Vida en nuestras latitudes. Cundió el verde que es la verdad más grande de este planeta (recuerden, por favor, que más del 90% de lo que vive es una planta). Es más, todos los elementos y procesos básicos para la continuidad de la vida me demostraron que la ausencia de lo masificado, ruidoso y cómodo es un antídoto formidable. Nuestra pausa por enfermedad sanó mucho a todo lo demás.
Incluso la Vivacidad me confirmó que, cuando no está mutilada, la Natura contagia salud, lo que hoy más necesitamos. El virus es el sin. La vacuna se llama con, la preposición de la amistad, de la compasión, que es, a mi entender, lo mejor de la condición humana.
Joaquín Araújo
Miembro de la RIET
Naturista y escritor
Publicado en El Confidencial