Todos los movimientos ecologistas, hartos de tanta contaminación, enfermedad y calentamiento, han luchado con gran entrega a favor de la transición energética para dejar enterrado, nunca mejor dicho, el uso y abuso de recursos fósiles como el petróleo, el gas o el carbón. Ha sido gracias a estos esfuerzos, y a los evidentes y preocupantes desórdenes climáticos que ya padecemos, que se ha conseguido que, prácticamente, todas las administraciones favorezcan ahora aceleradamente el despliegue de las energías renovables –sobre todo, la eólica y la solar– como alternativa al modelo actual. Mi tesis, fácilmente errónea, me hace pensar que de nuevo nos equivocamos. Digo de nuevo porque no hace tanto llegó otra “revolución verde” para salvar el destino del medio rural y la agricultura, y no auxilió ni una cosa ni la otra. Detecto ahora, con preocupación, demasiados parecidos.
En aquellos años sesenta dijeron que se tenían que producir más alimentos, que se debía ganar en eficiencia y productividad. Y para cumplir con este deseo, tanto en la agricultura como en la ganadería se introdujeron una serie de tecnologías que lo harían posible. Las semillas híbridas, las semillas transgénicas, los fertilizantes sintéticos, productos químicos como los herbicidas, las hormonas de crecimiento, etc., fueron las varitas mágicas de esta revolución agrícola. Pero no dijeron que, con la introducción de estas ‘mejoras’, el mágico proceso de producir alimentos solo a partir de la energía del Sol y los abonos de la ganadería, acabaría convirtiéndose en un despilfarro de energía y que para producir una caloría gastaríamos diez. Ni que este enfoque cuasi militar de tratar a la tierra la dejaría extenuada. Ni que buena parte de todos estos suministros ‘absolutamente necesarios para modernizar la agricultura’ vendrían con la patente de una multinacional en el tuétano y que se tenían que adquirir fuera de tu finca, comprar fuera de tu comarca, fuera de tu país, fuera de tu continente. Nadie explicó entonces que muchos de estos recursos, como el petróleo o los fertilizantes sintéticos, son finitos.
Hace años que las tierras no se venden en función de su valor agrario, las compran más caras las grandes empresas porcinas para poder desprenderse en ellas de sus excesos de purines
Por eso me pregunto, ¿a qué llamamos energías sostenibles, renovables o limpias? Si nos referimos a la solar o a la eólica deberíamos corregir la terminología porque si bien es cierto que el recurso es renovable –aunque te puedan hacer pagar por él o acabe cotizando en bolsa como los granos básicos o el agua–, la tecnología actual (subrayo, la tecnología actual) de paneles solares o turbinas eólicas no lo es. Depende de materiales minerales que son finitos. Algunos con existencias poco abundantes o críticas como el litio o el cobalto y otros muy escasos, por algo los bautizaron como “tierras raras”. En el caso de los molinos, leo que una turbina eólica contiene más de 300 kilos de neodimio, prometio y disprosio, elementos que son parte de esta exótica familia mineral. Y en una placa solar, leo que ‘solo’ el 5% de toda su composición usa estas tierras raras, pero el ejercicio matemático de multiplicar este pequeño porcentaje por la inmensa cifra de placas que se producen también da como resultado una cantidad altísima.
Incluso en casos de materiales más comunes, como el cobre, el uso creciente ligado a estas tecnologías lo convierte en un recurso fácilmente agotable. Como apunta la consultora Wood Mackenzie, “se necesitará un promedio anual de 450 mil toneladas hasta final de 2021 y de 600 mil toneladas por año entre el 2022 y el 2028, aunque para entonces varias minas ya habrán cerrado por agotamiento, generando un encarecimiento del precio de este mineral”. Otros estudios como el The limits of transport decarbonization under the current growth paradigmafirman que solo el uso de cobre en la electrificación de coches agotaría las reservas de este mineral en el 2050. Es decir, sin temor a equivocarnos, podemos anticipar la brutal aceleración minera que le espera a la Pachamama a cuenta de la sostenibilidad. El periodista francés Guillaume Pitron en su libro La guerra de los metales raros explica que “en el curso de los próximos treinta años, deberemos extraer más minerales metalíferos de los que la humanidad ha extraído en 70.000 años”.
En tiempos del boom de las renovables, quienes marcan el precio de la tierra, diez veces mayor que su valor agrario, son inversores que la adquieren para huertos solares o parques eólicos
Otra de las características que se repite en ambas revoluciones es cómo las dos se imponen por la fuerza a costa de usurpar la soberanía rural. La Política Agraria Común que implementó, y aún la empuja la revolución verde, lo hizo y lo hace desde los despachos de Bruselas obedeciendo a los lobbies de las multinacionales que son finalmente las grandes beneficiadas. Ahora solo debemos sustituir Monsanto por Glencore o Bayer por Iberdrola para entender quiénes son los verdaderos beneficiados de los nuevos ‘monocultivos energéticos’. Más aún, igual que ocurre en las Bolsas de Chicago o Nueva York, donde empresas como Cargill o fondos de inversión de Goldman Sachs venden cosechas imaginarias de granos básicos para especular en cada contrato, los permisos para parques eólicos o solares también se subastan alegremente entre empresas, como ACS, Forestalia, y fondos de inversión que, muchas veces, ni tan siquiera desarrollarán ningún megawatio.
En manos del libre mercado, la especulación que sufre el precio de la tierra campesina es otro ejemplo de todo este despropósito industrializador impulsado por la revolución verde. Ya hace años que las tierras no se venden en función de su valor agrario, las compran más caras las grandes empresas porcinas para poder desprenderse en ellas de sus excesos de purines. Ahora, en tiempos del boom de las energías renovables, se repite el mismo patrón y quienes marcan el precio de la tierra, diez veces más cara que su valor agrario, son inversionistas que la adquieren para huertos solares o parques eólicos.
Como me comentaba estos días mi amigo Adrià, payes agroecológico en la comarca de l’Anoia (Barcelona), por su finca ya han pasado unos señores de negro para alquilarle “por cincuenta años y por mucho dinero las hectáreas de tierra llana y orientadas al sur, las mejores para los parques solares”, le dijeron.
Y moviendo negativamente su cabeza de un lado a otro, Adrià les contesto, “las mejores para la huerta”.
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