Las redes digitales desplazan la noticia de los grandes medios hacia las computadoras y los teléfonos inteligentes. Tienen el mérito de democratizar la información al romper la barrera ideológica que evitaba las opiniones contrarias a la línea editorial del vehículo. Sin embargo, pulverizan la noticia.
Declina el interés por las noticias impresas o televisivas. Las encuestas revelan que el público prefiere las noticias online.
En los siglos XIX y XX, el modo de pensar de la sociedad tendía a ser moldeado por los grandes medios de comunicación: los medios impresos, la radio y la televisión.
Todo indica que esa era terminó. Trump fue electo atacando a los grandes medios de Estados Unidos. Solo la Fox lo apoyó. Los principales vehículos mediáticos de Gran Bretaña se opusieron al Brexit. Aun así, la mayoría de los electores votó a su favor. Bolsonaro hizo su campaña presidencial con una ausencia casi total de los grandes medios. Criticó sus principales vehículos y aun así fue electo. ¿Qué es lo nuevo?
Lo nuevo son las redes digitales, las nuevas tecnologías al alcance de la mano. Esas redes desplazan la noticia de los grandes medios hacia las computadoras y los teléfonos inteligentes. Tienen el mérito de democratizar la información al romper la barrera ideológica que evitaba las opiniones contrarias a la línea editorial del vehículo. Sin embargo, pulverizan la noticia.
Lo que la televisión considera una información importante no merece destaque en la comunicación interpersonalizada de internet. El receptor corre el riesgo de perder o no adquirir criterios de valoración de las noticias. Puede ser que le resulte más importante saber que su colega tiene una nueva enamorada que enterarse del golpe de Estado en el país vecino o de la nueva ley que regula el tránsito en su barrio.
Esa información individualizada, aunque es más cómoda, prêt-à-porter, tiende a evitar lo contradictorio. Cada interesado se aísla en el seno de su tribu de Whatsapp, Twitter, Facebook, Instagram, YouTube, Telegram, los servicios de mensajería de Google y de Periscope. No existe interacción dialógica. No interesa lo que dicen las tribus vecinas, potenciales enemigos. Lo que transmiten no merece crédito. La única verdad es la que circula en la tribu con la que el internauta se identifica. Aunque esa «verdad» sea fake news, mentira desvergonzada, farsa. Para el internauta, solo un dialecto tiene sentido. Desprovisto de visión coyuntural, se aferra a lo que propalan sus socios como quien recibe un oráculo divino.
Querer cambiarle el foco es como haber intentado convencer a los aztecas contemporáneos de Cortés de que el Sol saldría por el horizonte, aunque ellos no despertaran de madrugada para celebrar los ritos capaces de encenderlo. Sin duda no se habrían atrevido a correr el riesgo de ver el día sumergido en la oscuridad.
Se trata de la privatización de la noticia. Esa selectividad individualizada hace que el internauta se encierre con su tribu en una fortaleza virtual dotada de agresivas armas de defensa y ataque. Si le llega la versión emitida por la tribu enemiga, será inmediatamente repelida, eliminada o respondida con una batería de improperios y ofensas. Es deber de su tribu diseminar a gran escala la única verdad admisible, aunque carezca de fundamento, como la teoría del terraplanismo.
Los efectos de esa atomización de las comunicaciones virtuales son deletéreos: pérdida de la visión de conjunto, descrédito de los métodos científicos, indiferencia ante el conocimiento históricamente acumulado y, sobre todo, total desprecio por los principios éticos. Cualquiera que se exprese en un lenguaje que no coincida con el de la tribu merece ser atacado, injuriado, difamado y ridiculizado.
¿Qué hacer ante esta nueva situación? ¿Desconectarse? Eso equivaldría a imitar a la tortuga que mete la cabeza dentro del carapacho y se cree invisible. La salida debe ser ética. Lo que implica tolerancia y no contestar en el mismo tono. Como indica Jesús, «no echar perlas delante de los cerdos» (Mateo 7,6). Dejar que se revuelquen en el fango, pero sin ofenderlos.
La vida es demasiado corta para gastar el tiempo en guerras virtuales. En cuanto a mí, prefiero ignorar los ataques y actuar propositivamente. Sobre todo, no cambiar la sociabilidad real por la conflictividad virtual. Y mucho menos los libros por memes y zapps, que nada le aportan ni a mi cultura ni a mi espiritualidad.