Por Frei Betto
El papa Francisco -nombre adoptado por el cardenal argentino Jorge Mario Bergoglio al ser elegido nuevo jefe de la Iglesia Católica- tendrá que hacerle frente a difíciles retos. Los mayores serán el imprimir colegialidad al gobierno de la Iglesia y reformar la Curia Romana.
Para moverse en ese nido de cobras tendrá que remover a presidentes de congregaciones (que en el Vaticano equivalen a ministerios) y nombrar para dirigirlas a prelados que por ahora viven fuera de Roma y son, por tanto, virtualmente inmunes a la influencia de la “familia curial”, que es quien de hecho ejerce el poder en la Iglesia.
Para modificar la estructura monárquica de la Iglesia Francisco tendrá que repensar el estatuto de las nunciaturas, valorar más a las conferencias episcopales y al sínodo de los obispos y, quién sabe, crear nuevas instituciones, tales como un colegio de laicos capaz de representar a la Iglesia como Pueblo de Dios y no como una sociedad clericalizada pretendidamente perfecta.
No sería raro que dentro de poco el nuevo papa convocara su primer consistorio, elevando al cardenalato a obispos y arzobispos de los cinco continentes, y quizás incluyendo a sacerdotes y laicos, los llamados “cardenales in pectore”, que no son de conocimiento público.
Tal iniciativa debiera incluir al actual arzobispo de Rio de Janeiro, dom Orani Tempesta, pues parece haber incongruencia en el hecho de que la arquidiócesis carioca no tenga desde hace años un cardenal titular, como lo tiene São Paulo. Sobre todo considerando que Rio acogerá en julio próximo la Jornada Mundial de la Juventud, en la que estará presente el nuevo pontífice.
La imagen de la Iglesia Católica está manchada hoy día por escándalos sexuales y fraudes financieros. No esperemos del nuevo papa actitudes demasiado valientes mientras Benedicto 16 le haga sombra en el área del Vaticano. Pero sería una irresponsabilidad que el papa Francisco no abriera, al interior de la Iglesia, un debate sobre la moral sexual.
En este tema son muchas las cuestiones que necesitan ser profundizadas, comenzando por la selección de los candidatos al sacerdocio. Ya hay una instrucción de Roma a los obispos para que no sean aceptados jóvenes notoriamente afeminados, lo cual me parece una discriminación incompatible con los valores evangélicos. Equivale a impedir el ingreso a la carrera sacerdotal de candidatos heterosexuales dotados de una masculinidad digna de Don Juan.
El problema no es cuestión de apariencia sino de vocación. Si la Iglesia pretende ampliar el número de sacerdotes necesariamente tendrá que retomar el ejemplo de sus dos primeros siglos y distinguir vocación al sacerdocio y vocación al celibato.
Quienes se sientan en condición de abstenerse de la vida sexual (puesto que sólo a los ángeles les es dado prescindir de la sexualidad) deben abrazar la vida monástica, religiosa, mientras que algunos de ellos se conviertan en sacerdotes para el servicio comunitario. Y al clero diocesano le sería permitido escoger la vida matrimonial, como sucede en las iglesias ortodoxa y anglicana y entre los pastores de las iglesias protestantes.
El camino más corto y más sabio sería que el papa admitiera la reinserción de los sacerdotes casados en el ministerio sacerdotal. Son miles; se calcula en unos cien mil en todo el mundo. Muchos quisieran volver al servicio pastoral con derecho a administrar los sacramentos, incluyendo la eucaristía.
La medida más innovadora sería permitir el acceso de las mujeres al sacerdocio. No hay precedentes en la historia de la Iglesia, excepto en los países socialistas en que, clandestinamente, algunos obispos no muy preparados ordenaron mujeres, cuyo sacerdocio, al hacerse público, no fue reconocido por Roma.
En los evangelios se citan mujeres notoriamente apóstolas, aunque no figuren en la lista canónica de los doce apóstoles. En Lucas 8,1 constan los nombres de mujeres pertenecientes a la comunidad apostólica de Jesús: María Magdalena, Juana, Susana “y otras varias”.
La samaritana (Juan 4) fue apóstola en el sentido riguroso del término, o sea la primera persona que anunció a Jesús como Mesías. Y María Magdalena la primera testiga de la resurrección de Jesús.
Facilitar a las mujeres el acceso al sacerdocio implicaría modificar uno de los puntos más anacrónicos de la ortodoxia católica, que todavía considera a la mujer ontológicamente inferior al varón. Es la famosa pregunta en una clase de teología: ¿Puede un esclavo ser sacerdote? Sí, cuando sea libre, pues en cuanto hombre goza de la plenitud humana. Pero la mujer, al ser inferior al varón, está excluida de ese derecho, pues no tiene la plenitud humana.
Al nuevo papa se le presentan otros desafíos, como el diálogo interreligioso. En los últimos pontificados Roma ha dado pasos significativos para mejorar las relaciones del catolicismo con el judaísmo, yendo el papa a visitar el muro de las lamentaciones en Jerusalén y eliminando la tacha de que los judíos fueron los asesinos de Jesús.
Pero ha retrocedido en relación con los musulmanes. En su visita a la universidad de Regensburg, en Alemania, en el 2006, Benedicto 16 cometió la torpeza de citar una historia del siglo 14, según la cual el emperador bizantino le pide a un persa que le muestre “lo que Mahoma trajo de nuevo, y usted encontrará sólo cosas inhumanas, como su orden de extender por la espada la fe que predicaba”. Aunque la intención del papa fuera condenar el uso de la violencia por medio de la religión -en lo que la Iglesia fue maestra por medio de la Inquisición-, la comunidad islámica, con razón, se sintió ofendida.
Al visitar los Estados Unidos en el 2008 Benedicto 16 estuvo en una sinagoga de Nueva York, pero no visitó ninguna mezquita, lo que habría demostrado su imparcialidad y su apertura a la diversidad religiosa, además de darle un mentís al prejuicio estadounidense de que musulmán rima con terrorista.
Hay que profundizar también el diálogo con las religiones de Oriente, como el budismo y las tradiciones espirituales de la India. Y buscar un mayor acercamiento a los cultos animistas de África y a los ritos indígenas de América Latina.
Ha llegado la hora de que la Iglesia Católica admita la pertinencia de las razones que provocaron la ruptura con las Iglesias Ortodoxas y la de Lutero. Y, en un gesto ecuménico, buscar la unidad en la diversidad, de modo que se pueda dar testimonio de una sola Iglesia de Cristo.
Habría que reconocer, tal como propone el concilio Vaticano 2°, que las semillas del Evangelio fructifican también en las denominaciones religiosas no cristianas, o sea que fuera de la Iglesia Católica sí hay salvación.
El papa Francisco tendrá que optar entre los tres dones del Espíritu Santo ofrecidos a los discípulos de Jesús: sacerdote, doctor o profeta. Siendo un sacerdote como Juan Pablo 2°, tendremos una Iglesia orientada hacia sus propios intereses como institución clerical, con laicos tratados como ovejas sumisas y con desconfianza frente a los desafíos de la posmodernidad.
Al ser un doctor como Benedicto 16, el nuevo pontífice reforzaría una Iglesia más maestra que madre, en la cual la preservación de la doctrina tradicional importaría más que insertar a la Iglesia en los nuevos tiempos en que vivimos, incapaz de ser, como san Pablo, “griego con los griegos y judío con los judíos”.
Asumiendo su munus (rol) profético, como Juan 23, el papa Francisco se empeñará en una profunda reforma de la Iglesia, para que a través de ella resplandezca la palabra y el testimonio de Jesús, en el cual Dios se hizo uno de nosotros.
“Habemus papam!” Ya sabemos quién es: Francisco. Primera vez en la historia que un papa adopta el nombre de aquel que soñó que la Iglesia se derrumbaba y le tocaba a él reconstruirla. El tiempo dirá en qué quedó todo.