Fue en agosto de 1713. En casa del Marqués de Villena, en la madrileña Plaza de las Descalzas, un grupo de próceres se reunían con el ánimo y el empeño de defender y mantener la lengua castellana. Para ello crearon la Real Academia Española cuya constitución un año después el rey Felipe V sellaba. Puestos los primeros cimientos de la empresa, aquellos ilustrados decidieron que había que pasar del dicho al hecho y se pusieron a trabajar en un diccionario que fijara, limpiara y diera esplendor a nuestro idioma.
Durante trece años, entre 1726 y 1739, fueron redactando aquella obra que con el tiempo llegaría alcanzar las treinta y siete mil referencias de palabras castellanas, todas ellas refrendadas por algún autor de primerísima categoría (Lope, Quevedo, Cervantes, entre otros muchos), es decir una «autoridad». Por ello, la obra sería denominada Diccionario de Autoridades. Un trabajo de primerísima categoría que aún hoy, trescientos años después, es un auténtico lujo, un regalo, de nuestra cultura.