El bloque socialista se desintegró antes de cumplir un siglo. La Unión Soviética se desmoronó y los países que la integraban adoptaron el capitalismo como sistema económico y sinónimo de democracia.
Todo lo que el socialismo pretendía y que, en cierta medida, había alcanzado –reducción de la desigualdad social, garantía de pleno empleo, salud y educación gratuitas y de calidad, control de la inflación, etc.- desapareció para dar lugar a todas las características deshumanizadoras del neoliberalismo capitalista: la persona mirada no como ciudadana sino como consumista; el ideal de la vida reducido al hedonismo; la explotación de la fuerza de trabajo y la apropiación privada de más-valía, la especulación financiera; la degradación de la condición humana a través de la prostitución, de la industria pornográfica, de la criminalidad y del consumo de alcohol y drogas.
Es deber de todos cuantos se consideran de izquierda preguntarse cuáles son las causas de la desaparición del socialismo en Europa. Hay un amplio abanico de causas, que van desde la coyuntura económica de un mundo bipolar hegemonizado por el capitalismo hasta las presiones bélicas tan frecuentes durante la Guerra Fría.
Entre tales causas destaco una de carácter subjetivo, ideológico: el papel del educador en la formación de sus alumnos.
Debo decir que antes de la caída del muro de Berlín tuve la oportunidad de visitar China, Checoslovaquia dos veces, Polonia, Alemania Oriental, y tres veces la Unión Soviética.
El socialismo europeo cometió el error de suponer que serían naturalmente socialistas todas las personas nacidas en una sociedad socialista. Olvidarse de la afirmación de Marx de que la conciencia refleja las condiciones materiales de existencia, pero también influye y modifica esas condiciones. Hay una interacción dialéctica entre sujeto y realidad en la que él se inserta.
En primera instancia, y no en última, todos nacemos autocentrados. “El amor es un producto cultural”, habría dicho Lenin. Resulta del desdoblamiento de nuestro ego, lo que se obtiene a través de prácticas que infunden valores altruistas, gestos solidarios, ideales colectivos por los que la vida gana sentido y la muere deja de ser vista como fracaso o derrota.
Según Lyotard, lo que caracteriza a la posmodernidad es no saber responder a la pregunta por el sentido de la vida. Ése es el papel del educador: no transmitir solamente conocimientos, facilitar pedagógicamente el acceso al patrimonio cultural de la nación y de la humanidad, sino también suscitar en el educando el espíritu crítico, la actitud ética, la búsqueda del hombre y de la mujer nuevos en un mundo verdaderamente humanizado.
Pero todo eso sólo será posible si no se propicia en el magisterio un proceso de formación permanente. Es una equivocación creer que todos los profesores están imbuidos de valores nobles. Ninguno de nosotros está totalmente blindado ante las seducciones capitalistas, ante los atractivos del individualismo, ante la tentación del acomodamiento o la indiferencia ante el sufrimiento ajeno y las carencias colectivas.
Todos estamos permanentemente sujetos a las influencias nocivas que satisfacen nuestro ego y tienden a inmovilizarnos cuando se trata de correr riesgos y poner en jaque el prestigio, el dinero y el poder. La corrupción es una hierba dañina inherente al capitalismo y al socialismo. Nunca habrá un sistema social en el que la ética destaque como virtud inherente a todos cuantos viven y trabajan en él.
Si no es posible alcanzar la utopía ética en la política, es necesario conquistar la ética de la política. De ahí la importancia de una profunda reforma política. Crear una institucionalidad política que nos impida “caer en la tentación” en cuanto a la falta de ética.
Eso sólo será posible en un sistema en el cual no exista la impunidad, y el deseo de ser corruptor o corrompido no pueda ser logrado. Tal objetivo no se alcanza por medio de represión y castigos, aunque a veces sean necesarios. Lo más importante es el trabajo pedagógico, la emulación moral, tarea en la cual los profesores desempeñan un papel preponderante por estar lidiando con la formación de la conciencia de las nuevas generaciones.
El profesor debe tener actitudes marcadas por la construcción de una identidad humana en la cual haya adecuación entre esencia y existencia. Saber impartir su materia escolar contextualizándola en la coyuntura histórica en que está inserta.
El papel número uno del educador no es formar mano de obra especializada o cualificada para el mercado de trabajo. Es formar seres humanos felices, dignos, dotados de conciencia crítica, participantes activos en el desafío permanente de mejorar la sociedad y el mundo en que vivimos.