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“Olena” por Sara Begoña

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Estas cuatro hojas ininteligibles que me queman las manos, encierran una historia brutal que no quiero conocer. No puedo olvidar sus ojos azules, hundidos, tristes, su piel pálida y sudorosa. Su carta para mí ¿Para mi hija? ¿Deberá conocer su historia?

Tengo lo que más quiero entre mis brazos, mi hija duerme ajena a la tormenta de sentimientos que me invaden, mientras el avión me lleva de vuelta a casa. Fui sola a Grecia y vuelvo con una maravilla de vida y amor que me llenará por completo.

Conseguí el objetivo tal y como me prometieron en la agencia. Tengo que intentar no mirar más allá de la cara de mi hija pero, aun así, sus ojos encierran el secreto de su origen.

Hace un año paseaba por Barcelona, una pequeña agencia con fotos de niños y familias felices atrajo mi atención, entré y formulé la petición que llevaba años sin verbalizar: quiero ser madre. Un deseo imposible, sola y ya mayor… una locura. La joven que me atendió sonrió y me acogió con ternura y delicadeza, me dijo que todo era posible, que solo necesitaba desearlo de verdad. Un abanico de posibilidades se abrió ante mis ojos, un verdadero milagro a mi alcance. Y me lancé a la aventura.

El primer viaje a Grecia, la firma de los papeles ante el juez, la joven ucraniana que me miraba y aceptaba sin respirar, un murmullo de idiomas ajenos que me rodeaban, crearon un profundo desasosiego en mi interior, pero preferí taparme la nariz y no oler la corrupción que invadía el aire de la sala. Me había lanzado a la piscina y no era el momento de hundirse al primer paso.

El primer test de embarazo, las primeras ecografías que me llegaban por email, un contacto tan frio y distante, una niña creciendo en vientre ajeno, pero mía. Mi casa se llenó de ropitas, cuna, cochecito, juguetes, dibujos infantiles en las paredes de su habitación.

La fecha del parto se aproximaba, hice el equipaje con la lista que me habían facilitado en la agencia: todo lo necesario para las dos primeras semanas. Es increíble lo que necesita un recién nacido. Me subí al avión emocionada y asustada, yo sola con un ser tan pequeño a mi cargo y para siempre. No creo que había pensado lo suficiente los cambios que se iban a producir en mi vida.

Tenía decidido estar presente en el parto. Un WhatsApp y salí corriendo para la clínica. La sala de espera llena de mujeres y parejas, muchos idiomas desconocidos. Las horas caen lentas y angustiosas hasta que suena mi nombre por el altavoz.

Me ponen una bata verde, mascarilla, gorro y calzas y entro en el paritorio. Casi no reconozco a la mujer que está en la camilla, ya anestesiada, mientras la cabeza asoma por la vulva, veo los pelitos de mi hija mezclados con la sangre de la mujer que yace allí, no puedo llamarla su madre, no, su madre soy yo, soy yo la que ha decidido tenerla y ella solo es su recipiente. Tengo que mantener esa idea fija en la cabeza. Es mi hija la que está saliendo, la que llora y respira, la que ponen en mis brazos.

Me aconsejaron en la agencia que era correcto ir a visitar a la mujer tras el parto y darle las gracias. Llevo tiempo pensando en ese momento. Es muy duro ir a su habitación, pero creo que así yo también me sentiré mejor.

No sé cómo acercarme a ella, cómo hacerme entender, no tenemos un idioma común. He pensado romper el hielo llevándole un regalo, pero no acabo de decidirme, algo sencillo y efímero o una pequeña joya. Creo que ella no deseará llevar algo que le recuerde este momento, quizás solo unas flores. Compro un bonito ramo de rosas rojas.

Entro en su habitación protegida por el ramo y veo una mujer muy joven en la cama, pálida, rubia, unos ojos azules casi transparentes me miran, enmarcados por unas profundas ojeras. No estamos solas, junto a la ventana un hombre nos mira, más bien, nos vigila. Traje negro, gafas oscuras, un gran anillo y pulsera de oro, una sonrisa burlona.

Entrego el ramo a Olena que lo coge y arrulla entre sus brazos tarareando una canción, entiendo que me pregunta por la niña, le sonrío y digo que bien. Tengo ganas de darle un beso, de abrazarla, pero la mirada del hombre me lo impide. Olena me devuelve el ramo, baja los ojos y gira la cabeza indicando con la mano que me vaya.

Noto un sobre que pasa de su mano a la mía. Al salir de la habitación lo meto en el bolsillo. Un escalofrió recorre mi cuerpo, no necesito leer su contenido, lo sé, siempre lo he sabido.

Salgo de la clínica como una recién parida, un bebé envuelto en una toquilla y un ramo de rosas.

Sara Begoña Ibáñez Ortega

Médica

Muskiz (España)

Miembro de la Red Internacional de Escritores por la Tierra

“Soy una escritora en la intimidad, lucho para defender mi tierra de la agresión de una refinería, Petronor”

 

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