Gustavo Portocarrero es abogado, periodista, filósofo y miembro de la Red Internacional de Escritores por la Tierra (RIET). El escritor boliviano nos envía de tanto en tanto extensos artículos muy desarrollados que nosotros leemos con mucho interés. El de hoy se titula ’El suplicio de un león’ y es una reflexión sobre el famoso caso de Cecil y la expectación que generó.
‘El suplicio de un león’
La conciencia social ecológica experimenta un crecimiento político ascendente, que se desliza por todas partes en forma acelerada, gracias a los medios electrónicos que ha creado el orden social existente. Las informaciones del Internet, radio y televisión sobre las crisis de la naturaleza se propagan con la velocidad de un rayo, produciendo la sensación de dar varias vueltas el orbe terrestre. La existencia de distintas fuentes de noticias complementa el panorama informativo y motiva, a su vez, inmediatas reacciones de respuesta.
Un ejemplo reciente de movilización internacional que ha conmovido e indignado al mundo, ocasionando múltiples resultados, ha sido el asesinato de un león en África del Sur. Un dentista norteamericano del Estado norteño de Minnesota, ha dado brutal muerte a un apacible león, de nombre Cecil, que habitaba un refugio en la reserva protegida de Zimbabue.
De acuerdo a la abundante información, el cazador pagó la suma de cincuenta mil dólares al empresario del safari, monto que cubría derechos locales del país africano, más otros gastos personales para su aventura. Se ha comprobado que –posiblemente desesperado al no encontrar el animal que buscaba– provocó la salida del felino de su refugio, con una carnada. Logrado el objetivo, le disparó con una ballesta hiriéndolo de gravedad y provocándole una horrible tortura de casi dos días. La víctima portaba en el cuello un aro internacional electrónico para su identificación y advertencia de cuidado.
Según informes subsiguientes, el león estuvo 40 horas en agonía, padeciendo por la flecha dentro el cuerpo, hasta que al ser encontrado vivo recibió disparo final con arma de fuego. Aquél acaudalado cazador –de nombre Walter James Palmer– supuso que no tendría problema legal alguno al encontrarse fuera de la reserva. Luego del prolongado rastreo y disparo, logró cortarle la cabeza y hacerlo despellejar para obtener su piel. Ya escapado de Zimbabue, el fugitivo se apresuró en declarar que no hizo nada ilegal y que desconocía detalles, echando la culpa a sus propios guías, no sin “lamentar” que se trataba de un león muy apreciado por la gente local.
El inescrupuloso cazador hubo de salir raudamente de Zimbabue, llevándose el trofeo (la cabeza y el pellejo del felino), abandonando el cuerpo desnudo del desgraciado león a la acción del aire libre y calor selvático (para su putrefacción).
Naturalmente todo trofeo de esta naturaleza es para exhibirlo en casa, junto a otros ya acumulados de la misma especie –peor si los colecciona un empedernido cazador de cabezas–. Los frutos de aquellas habilidades, elegantemente disecados y presentados, son colgados en las paredes de elegantes salones, como muestra vanidosa de heroísmo y valentía, más el disfrute del gratísimo placer de recibir elogios y admiración. Tales son los complejos típicos del criminal nato que por su largo historial –según también se ha informado– se trataba de un aspirante al honor en el libro de records de cazadores con arco y flecha. De acuerdo a sus propias declaraciones, aprendió a disparar a los cinco años de edad, demostrando muy buena puntería.
Su manía cazadora fue confirmada de inmediato por la policía. La autoridad informó que aquél personaje se encontraba bajo observación de las autoridades, luego de dar falsa información sobre un oso negro que aquél mismo mató en 2006 en el Estado de Wisconsin. También se trataba de una zona para la protección animal.
Cometida su hazaña, el susodicho actor no dio tiempo a las autoridades locales ni al público de Zimbabue para reaccionar ni ser arraigado para su juzgamiento. No se descarta tampoco que la indignación local, arrebatada, lo hubiera ajusticiado de inmediato, por tratarse del león más conocido y querido de aquél país. No obstante su fuga, las autoridades han pedido prontamente su extradición.
Vuelto el cazador a su ciudad, de inmediato fue objeto de todo tipo de acoso-censura. La prensa no lo dejaba tranquilo y la gente salió en masa a protestar airadamente a su domicilio, al extremo que tuvo que pedir ayuda policial por temor a su vida. Otras personas se desplazaron a su clínica dental (cerrada por precaución), donde le iban dejando animalitos de peluche (tigres, leones, y leopardos, principalmente) y letreros que cubrían toda la puerta de entrada. Sus propios pacientes declararon a la televisión que aquél debía abandonar a la ciudad porque ya no lo quieren más. En efecto, aquél dentista hizo personalmente el anuncio de que cerraba su clínica y traspasaba la clientela.
Se hizo notorio que, para enfriar las cosas con el pretexto de vacaciones (que ya las había tomado en África), se ausentó de inmediato a Miami, Florida. Infelizmente para aquél, lo esperaba aún más gente que, ante tan exaltada manifestación, habría otra vez de recurrir al auxilio policial.
La fuerza de la comunicación seguía produciendo efectos. Casi de inmediato dos compañías de aviación, que operan en África del Sur, anunciaron la suspensión de todo transporte de trofeos animales a lo cual estaba cerca de sumarse una tercera. Comenzó la conciencia en el continente negro de que deben prohibirse definitivamente las cacerías, así sea en áreas privadas. La lejana Costa Rica publicó su determinación de prohibir la caza de ostentación. La organización AVAAZ recaudó varios millones de firmas de toda clase de nacionalidades, dirigidas –tanto a países con felinos en peligro de extinción como entidades de importancia internacional– exigiendo medidas claras y concretas que prohíban el transporte, internación y comercialización de partes de animales, para así cortar sus fuentes económicas de sustentación.
Valga recordar que el morboso vicio de la caza fue siempre típica de los empresarios ricos –por añadidura blancos– de Europa, EE.UU. y otras partes del mundo, ante la servidumbre vergonzante y tolerante de países negros y asiáticos con fauna colosal. Recordemos también que la monarquía inglesa fue la primera en organizar costosas y dilapidadoras cacerías de primera clase (particularmente en África y Asia) con élites políticas de los “Señores” (lords) e invitados especiales. Todo aquello para disfrutar de crueles aventuras a costa de países cuyos gobernantes –más salvajes que sus propios animales selváticos– se sentían muy felices al congraciarse con sus amos internacionales, dándoles inclusive la bienvenida. Sin embargo, de otro lado, la gente pobre estiraba la mano por unos centavos, a cambio de servicios adicionales de guía, carga, limpieza, auxilio y despellejado de las víctimas.
Han pasado y cambiado los tiempos. Infelizmente una gran masa de tan apreciada fauna mundial –mucha de aquella, aún sin ser fieras– sigue dando su vida para satisfacer vanidades, derroche de dineros y ostentación. Tales son leones, tigres, leopardos, panteras, elefantes, jirafas, rinocerontes, osos, hipopótamos, caimanes, ofidios, zorros, martas, nutrias y un sinnúmero de majestuosas aves. Ni hablemos de las mariposas, que ya se han extinguido en la vida silvestre y sobre las cuales se pagaba excelentes precios por su captura.
Volvamos ahora al león. Al decir de organización ecologista AVAAZ, “Cecil era muy querido en Zimbabue, conocido por su increíble melena negra, y por mostrarse amigable con fotógrafos y turistas”.
El efecto poderoso de la avalancha conciencial ecologista hizo sentir su voz en el mundo. Las redes sociales (Facebook, Twitter, Linkedin y tantas otras más), así como la acción directa del correo electrónico (email) mostraron gran potencial de movilización rápida.
Sin embargo la batalla aún comienza. Ahora es el momento para que la Organización de las Naciones Unidas tome cartas, claras y concretas sobre el problema:
1. Inmediata codificación de las especies en riesgo de extinción, bajo asesoramiento de los organismos técnicos internacionales, universidades y científicos versados en la materia.
2. Prohibición expresa de esta caza, mediante norma o ley internacional, con las debidas sanciones pre-establecidas, contra todo país que –teniendo fauna en peligro de extinción– no haya legislado sobre esta materia con la severidad que el caso requiere. Igualmente, si no cumple con rigurosidad en la aplicación de sus propias normas legales.
3. Creación de figuras o tipos criminales internacionales concretos contra las siguientes conductas específicas: compra, venta, donación, traslado, transporte, tráfico, oferta, publicidad de cualquier clase y cualquier otra actividad –que no sea cultural, educativa o benéfica– sobre animales vivos, o partes de animales muertos (de las especies codificadas)
4. Decomiso –aún público– de toda vestimenta u ornamentación, así sea parcial, elaborada con partes de los animales catalogados.
5. Apertura y acción de la Jurisdicción internacional contra quien no haya sido juzgado en su país por los delitos establecidos. Ampliación de la competencia penal para juzgar a cazadores, traficantes y cómplices en cualquier otro país, con efectos también en cualquier otra parte del mundo, por tratarse de delitos de lesa humanidad.
6. Estudio cuidadoso para proteger la caza regular de subsistencia, limitándola a las necesidades de naturales y aborígenes, pero prohibiendo su carácter comercial.
La aplicación de las anteriores medidas podría re-educar a la comunidad internacional liberándola de costumbres perniciosas. Sería también una excelente forma para frenar, de alguna manera, las manías de los ricos –que derrochan el dinero que les sobra, al no saber en qué gastarlo– y de quienes hacen negocios, especulan y buscan lucro desmedido y riqueza a costa de la vida animal. Es tan desmedido e irracional este lucro porque los precios, especialmente de animales vivos, son tan fabulosos que se ven forzados a ser clandestinos (solo a través del Internet).
Empero no hay que olvidar que, por detrás de todo lo anterior, existe un mundo oculto de mafia que se beneficia como incitador, co-causante perverso y muy rico en dinero. Sus revistas muestran a los animales salvajes como crueles y malvados porque les deforman sus fotografías, mediante retoques en sus ojos y dentadura. Es un mundo típicamente demoniaco, sediento de sangre y dinero. Se trata de los fabricantes de armas de caza y las asociaciones de cazadores que han convertido a una parte de la sociedad contemporánea en el mercado de sus morbosidades. Estas asociaciones consideran a la caza como un “deporte” –sin ser tal– despertando perniciosas “destrezas” e invitando a enrolarse, permanentemente, en tal actividad.
Una gama de fabricantes de rifles, escopetas, ballestas y otros instrumentos de caza se ha hecho famosa en el mundo. Las marcas norteamericanas: Remington, Colt, Máuser, Winchester, Smith & Wesson, entre otras, se han devorado a la producción europea. En esa actividad lucrativa, mejoran y cambian sus productos con más alcance y capacidad. También los rediseñan en su forma con calados, colores, tallas elegantes y finas, para una elegante figura final comercial, atractiva. Les añaden miras telescópicas de eficiente visibilidad para focalizar muy bien el objetivo para el disparo —incluso en la noche con vista infrarroja— y se dan el lujo de elaborar balas de plata. También las hay color oro, de asombroso parecido con el metal precioso.
Los clubs de caza son todopoderosos e informan a sus asociados sobre temporadas de acción, costos, hoteles, temperaturas ambientales y otros datos que facilitan un buen cometido; también auspician concursos. La National Rifle Association de los EE.UU. es una organización nacional sumamente poderosa, que utiliza espías y se da el lujo de enfrentar a los que se oponen a la tenencia de armas. La revista American Hunter tiene un tiraje de millones de ejemplares.
Paralelamente al negocio de las armas, existe la industria de la vestimenta y equipos para el cazador. Sombreritos de plumas, trajes verdes de camuflaje, carpas adecuadas para la noche, bolsones para dormir, instrumentos transportables para alimentación, botiquines, binoculares, etc., etc. se ofrece a los clientes. Hay todo producto funcional para honrar la heroicidad del cazador, con la comodidad que aquél precisa.
Un psicólogo me decía que esta sub especie de humanos, acostumbrada a matar –casi sin riesgo y sin temer nada– y con la conducta propia de los hijitos del papá adinerado, endurece su conducta. Sin embargo se acobardaría si tuviera el papel de soldado, en plena batalla de una guerra.
Por otra parte, la base físico natural del planeta Tierra también padece, por separado, con la actividad de las escopetas. Su empleo –en la caza de segunda clase– despide grandes cantidades de perdigones, que se diseminan y acumulan en el suelo por toneladas. Gran parte de aquello es ingerido por las aves (que precisan de piedritas para su molleja); situación que acaba con aquellas, porque el plomo es veneno. La entidad Ecologistas en Acción, ha denunciado que en España hay casi un millón de cazadores y cerca de seis mil toneladas de perdigones esparcidos, que también contaminan químicamente humedales y ríos. Esta destacada organización ha calculado en sesenta mil el número de aves muertas por esta acción funesta; acuáticas en su mayoría.
Todo el problema colateral que se genera con la fabricación de armas, tan peligroso como lucrativo –porque sus productores no son angelitos, sino audaces y agresivos– caería fácilmente –y por si sólo– si se destruye su base con la supresión de la caza.
Concluyamos el presente artículo con una doble reflexión, aunque parezca innecesaria:
¿Negaríamos, ahora, que el sistema económico-social es el causante directo en la extinción de las especies animales? ¿Acaso el culto a la producción de dinero, típico de la sociedad empresarial, no estimula también el uso, a ciegas –y aún el abuso– de los bienes de la naturaleza?
Gustavo Portocarrero