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Miguel Ángel Montoya Jamed: ‘Juan, el de la casa de enfrente’

montoya

El filósofo, escritor, profesor titular exclusivo de la Universidad Nacional de San Juan (Argentina) y miembro de la Red Internacional de Escritores por la Tierra (RIET), Miguel Ángel Montoya Jamed, vuelve hoy a nuestra web con un nuevo escrito de tintes metafísicos tan interesante en la forma como en el fondo. Poned un poco de filosofía en vuestras vidas, y hacedlo con ’Juan, el de casa de enfrente’.

‘Juan, el de la casa de enfrente’

Juan, el  hijo de la mayor de la casa de enfrente.

Que tal vez no se llame Juan…….o sí. Pero está bien, si así lo nombran. Él, es esa casa de enfrente, con la familiaridad de tantos, es cada uno de los gestos de esa familiaridad.

Juan, no tiene ausencias ni atiende comentarios que duran, ni dudas, que son ajenas.

Con un solo apellido le basta. El mismo de todos los que viven en la casa, que son muchos. ¿Cómo va  tener  sentimientos de faltas?

Aun, de dos apellidos, uno le parece superfluo, lo mismo que cuatro abuelos. Si él con menos está repleto de amor.

Dice, que por tener, sólo, lo necesario, él se originó en la abundancia.

“La casa de enfrente”, así le llaman. Porque Hombres antecesores de Juan la levantaron en la otra orilla. Donde hay menos. Donde son pocas.

De esos Hombres no se sabe mucho, particularmente. Pero seguro son del tránsito en el Inconsciente Colectivo que lleva Juan.

Un seis de Septiembre, Juan se levantó entre las últimas sombras que le quedaban a esa noche, similar a tantas. Sólo similar.

Aún no habían amanecido ni los pájaros. El silencio era amplio, de punta a punta de la casa, ocupaba todos los recovecos e iba en todos los movimientos de Juan.

Después de higienizarse, encendió el fuego. Amontonó los troncos en el fogoncito debajo de la boca del horno. Donde lo encendían siempre. Donde quedaba ardiendo todo el día, por si hacía falta.

Ahí, sentado en la silla baja, tomó el mate amargo, del desayuno. Cuando terminó, dejó el tacho con agua, calentándose, como lo hacía cada  madrugada, el primero que se levantaba.

Aunque esa no era, una más de cada madrugada.

En la casa, el fuego era el comienzo del día. Como fue el comienzo de la Vida. Dicen.

Puso su cartera en el hombro izquierdo y tomo un pequeño bolso donde había puesto la ropa necesaria. Y salió.

Había una claridad tenue por incipiente. Faltaba un rato largo para que el Sol asomase más allá de los médanos.

Dejó abierta la tranquera pequeña, de la salida a la calle. Como si eso fuese lo que correspondía. O, tal vez como si dejase una señal que detrás de su salida no se cerraba algo.

Todo lo que hizo, fue como si sus acciones no tuviesen la alternativa de ser otras o tuviesen el carácter de una despedida.

En la otra orilla, las casas estaban “de tanto en tanto”. Entre ellas caminó Juan, hasta llegar al primer puente que no llevaba señalado en ningún itinerario programado.

Cruzó poniendo atención en la corriente. Recordó una película que había visto con su madre, “Roma”, donde al protagonista, su padre le enseño que cuando estuviese triste mirara el río y en su corriente depositara lo que lo entristecía. Él no estaba triste, pero pensó que llevaba un recurso.

Cuando hubo terminado con el puente no busco atajos ni intentó atravesar por las diagonales. Siguió caminando por la orilla.

Desde la orilla se observaba con claridad la marginalidad del centro. Pensó que llevaba un recurso.

Aprendió que es un buen camino. Todo el tiempo buscó un camino “con corazón”. Para habitarlo.

Caminó hacia el misterio de la Vida. Iba dándose cuenta de a poco. Como si anotara su vocación en sus poemas.

Así fue yendo Juan.

Cada noche encontró un lugar cómodo para dormir. La comodidad vencía en cada madrugada. Cuando concluían sus sueños.

Comodidades distintas. Aprendió lo no-absoluto de los conceptos.

En cada cansancio la comodidad era distinta.

Subió a la ciudad por la cuesta. Y a modo de simpatía solía decir que todas las calles, sí,  eran iguales, porque todas le rompían los zapatos.

En la cartera, además del cuaderno donde escribía, y además de otro libro, siempre llevaba uno, titulado: “La filosofía de Heráclito”. Y, ¿será por su lectura y por aquello de la corriente en la película “Roma”, que le gustaba repetir una sentencia: “No es posible bañarse dos veces en el mismo río”?

En lo que escribía siempre estaba: “el Devenir” y el “Tiempo”.

Cada día era distinto, como él lo iba haciendo, para ser el mismo. Eso decía. Y de eso hablaban sus cuentos y sus poemas.

A la ciudad  llegó por la calle que sube o que baja según hacia donde vayan los Hombres. Por ahí bajaban los expulsados que salen hacía los costados de la urbanidad donde las luces son tenues, no por la intimidad sino por la pobreza.

Juan habitó en la ciudad.

A la ciudad no la atraviesa el rio para depositar lo que entristece. Entonces, lo que entristece se amontona.

La ciudad es la multitud de gente, por lo tanto es el desconocimiento. El desconocimiento debilita el Yo, y amenaza. La ciudad es un ámbito repleto de máquinas, no es cómodo caminar entre cables y alambres, enredados minuciosamente, calculados a cada paso que den los Hombres. La ciudad es un ruido estridente, permanente, que ensordece. Paredes de vidrio que se multiplican, para atravesarlas. Miedos subrepticios para los entretenimientos. Bolsones con pastillas y humos para los miedos subrepticios, puestos en las esquinas, de consumo gratuito. La ciudad es una comunidad de especialistas que diseñan el día con computadoras que llevan ocultas. La ciudad es una sucesión de ocultamientos. La ciudad es un modo tecnológico de mirar las miradas de los otros y de hablar el habla sin los otros. “La ciudad” se extiende por territorios diversos, según la diversidad del mercado. Son similares.

Más allá: si no hay conexión a las redes sociales, si no hay cajeros automáticos, si no hay oficinas de prepagas, “se extiende la desolación”, y los Hombres se mueren sin ser cobijados en los geriátricos o en los “hogares” de día. Según lo apunta Juan, en su cuaderno de tapas amarillas.

Juan llevó un recurso. Y siempre caminó hasta la corriente, con la certeza que no podría mojar sus pies dos veces en el mismo río.

Muchos años después. Con canas, con otros libros en su cartera, Juan atravesó la ciudad, sin buscar atajos. Y cruzó la soledad, que a veces tienen los que caminan por la orilla. Una soledad que no entristece, pero que desespera…….a veces.

Por encima de aquellos y de otros territorios del tránsito cotidiano,  los cuales son supuestos como los únicos por donde discurre la mundaneidad de los Hombres. Hay otro.

Inconmensurable porque es inaprehensible al cálculo.

Admite la Palabra y están los Símbolos.

Es posible el Sentido y el Contrasentido.

Admite la complementación de los opuestos.

Esencial es la Palabra. Esencial es el Asombro. Esencial es la Incertidumbre.

La humanidad de cada Hombre tiene la dimensión de la Palabra, del Asombro y de la Incertidumbre.

El pensamiento cotidiano tiende al pensamiento meditativo.

Suena fuerte la apelación de lo conforme a esencia.

Los Hombres no cobijan el desierto.

Hoy, por la tarde Juan pasó por mi casa. Hablamos y compartimos silencios. Tomamos vino tinto y comimos pan casero.

Nosotros, vivimos al Sur…….me siento bien cuando digo que vivimos al Sur.

Levantamos nuestra casa en la proximidad de la montaña.

Se despidió de mi mujer, que hacía unas tareas en su chacra, y lo acompañe hasta la calle. Unos cincuenta metros de la casa. Los perros no ladraron, nos observaron desde el portón de entrada.

Juan se llevó unos cuantos de mis poemas.

Cuando volví los perros me acompañaron, me lamian las manos empujándome las piernas…….como si intentaran distraerme.

Si…….como si intentaran distraerme…….

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Miguel Ángel Montoya Jamed

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