Red Internacional de Escritores por la Tierra (RIET)

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Miguel Ángel Montoya Jamed: ‘Margarita Matilde’

montoya

El filósofo, escritor, profesor titular exclusivo de la Universidad Nacional de San Juan (Argentina) y miembro de la Red Internacional de Escritores por la Tierra (RIET), Miguel Ángel Montoya Jamed, vuelve hoy a nuestra web. Lo hace con cuento titulado ‘Margarita Matilde’ en el que expone una vez más su peculiar e inimitable estilo, como siempre cargado de tintes metafísicos.

‘Margarita Matilde’

Margarita Matilde, una mujer que ya pasó de los cincuenta o tal vez de los sesenta, no era fácil aproximarse a  saber sin preguntarle. O tal vez, sea de antes de la tempestad. Aquella que quedó en la mirada del mundo, tecnológica, y en el pensamiento, calculador,  cuando los Hombres se fueron de la Tierra.

¿Pero  qué importa la edad? si los Hombres son el Devenir y cargan con la Finitud.  A pesar de la repleción de artificios.

Y además, que ella respondiese sin una metáfora o sin la indicación de una sentencia.

La repleción de artificios a causa de la mirada y del pensamiento,  y causa de la mirada y del pensamiento.

Tenía en su rostro y en sus movimientos la belleza de toda la animalidad de los Hombres. Cada rasgo y cada movimiento estaban hechos de la armonía con el Ambiente y con el trabajo. Unos decían que llevaba todas las mujeres en su rostro y había quienes decían que simulaba la vejez porque era  una niña  que   danzaba en un ritual necesario para que los Hombres no debilitaran la Subjetividad. Bailaba con una melodía que  salía del Fuego o de los árboles o a saber de dónde.

Ella encendía el fuego. Lo primero que hacía al levantarse de madrugada, afuera, en un fogón con reparo al Sur y con ramada por si llueve, aun, en las últimas oscuridades de la noche. Las llamas se levantaban y definían las sombras, en un ritual herácliteano, según decía. Primero el fuego,  porque es el inicio de la Vida, y por eso inicia el día.

Se sentaba en una silla baja y dibujaba Mandalas en un cuaderno de tapas amarillas. Los que hablaban de ella  siempre la miraron de lejos. Porque había como  una fina lejanía que rodeaba  a Margarita Matilde. Una belleza que tenía  sabiduría y que, sin debilitarse, se le salía  por la sonrisa, por la mirada, por la paciencia y se iba por los árboles y por el vuelo de los pájaros.

Y, así era. O así iba siendo, ya que cada uno que la conocía la adjetivaba según las sensaciones que le  producía su presencia. Cuando ella se movía los adjetivos se metían en su sombra, eso dicen.

Las tijeretas  llevan la femineidad del vuelo de los pájaros. Y a estos pájaros  prefería Margarita Matilde. Siempre los ponía como protagonistas cuando contaba del lugar donde vivía  y en un relato de dos o tres frases los hacía ir por el horizonte, para describir la extensión de la Palabra.  Decía ella: que volaban hasta donde el verde pierde los amarillos para quedarse azul y confundirse con el cielo. Después, al amarillo lo ponía el Sol, que en el lugar, tiene un ardor y una luz particular.

Los más viejos del pueblo dicen que a Margarita Matilde la parió el Fuego para que ella pariera la Palabra. Que por eso no tenía edad. Aun los más viejos no se ponían de acuerdo si  vino desde el otro lado de la montaña o desde abajo, del otro lado de los médanos. Si los primeros tenían razón, tuvo que haber llegado a la hora de la oración y si no cuando el Sol comenzaba a subir por las primeras casas. Que son dos o tres ranchos, bien hechos, de caña y barro. Si los primeros tienen razón, antes pasó por la Abundancia si no, antes pasó por la pobreza y la desolación hecha por los Hombres.

Sus manos huesudas y seductoras trajeron las caricias para hacer el cuerpo de los Hombres.

Ella buscaba el Poema, decía. Y repartía  mariposas con un pequeño texto entre comillas, con el nombre del autor: La esencia del Arte, que “tiene la mirada esencial para lo posible, lleva a la obra las posibilidades ocultas de lo ente, haciendo con ello por vez primera a los hombres videntes para lo realmente existente, en lo que ellos se mueven a ciegas” – Martin Heidegger.

Ella buscaba el Poema, que no es un papel con un pequeño texto, es un estado de los Hombres, es una estancia, es un estado de salvación, sin amenazas, de plena plenitud. Todos los Hombres los tienen. Tal vez sea el instante con extensión, del paso del Devenir al Pasado. Después algunos Hombres lo escriben para retenerlo y contarlo y esos son los Poetas.

“La poesía hace a lo ente más ente”, también  lo dice el autor, de esas mariposas que reparte.

Margarita Matilde vivía en “Las afueras”. Seguro que al pueblo le quedó ese nombre por su cercanía con la ciudad. Una hora en ómnibus, que van y vienen dos veces por la mañana y dos veces por la tarde.

“El pueblo más cercano”, así es, porque los citadinos toman como centro la ciudad. Y “las afueras”,  porque “adentro”: es en la ciudad. Como si el pueblo no tuviese otras referencias geográficas importantes.

Y “afuera” porque después de la ciudad es la intemperie. También esas indicaciones cotidianas dicen, que, para los Hombres, las referencias  son sólo las construidas por el Hombre, no la montaña, ni el río, ni el bosque, ni la Calle Nueva, que se hizo sola, para que los hombres y mujeres vayan y vengan a pie o en bicicleta.

La casa de Margarita Matilde era “Una casa al Sur” así lo dice, aun, un pequeño cartel en la entrada, apenas comienza el patio de adelante, de la casa que se supone callada. Una casa baja y amplia, con dos patios, piso de cemento alisado que se puede limpiar con facilidad y se puede pisar tranquilo cuando se llega de las calles de tierra.

“Las afueras” es un pueblo de chacras y con algunos animales, que cuando se mueren, es por viejos, como los Hombres,  abastecen de leche, unos, y otros sólo de compañía. Una casa rodeada de árboles, para tener el viento y tener los pájaros. Y tiene el fuego. La Luna se ponía por encima, después de la hora de la oración. Algunas viejas mujeres dicen que se quedaba más tiempo por ahí, que el  marcado en el calendario, para verla bailar.

“El fuego es anterior”, era una de las sentencias de Margarita Matilde. Desde antes que los Hombres necesitaran de los dioses. Inclusive, decía, que sin el ardor y la luz del fuego los dioses no cobijarían a los necesitados. Para ella el fuego era lo más primitivo. Que se encendió para que hubiera la Palabra y que ardía para que la Palabra se multiplicara entre los Hombres.

Decía, que ardía, todavía, cuando los Hombres no necesitaban de los dioses para ir de un pensamiento a otro o para tenerle miedo a la muerte o para meterse en los sueños o para sentir el dolor de la Existencia.

Le gustaba el nombre que le quedó al pueblo: “Las afueras”, porque era indicativo, permanente, de donde no debían quedarse los Hombres, decía. Margarita Matilde iba, hacía el único lugar donde habita el pasado, que no son los recuerdos sino el Inconsciente. Ahí fortalecía su singularidad y ahí según afirmaba se define el Sujeto que es. Anotaba sus sueños y en estos estaban los rasgos, los símbolos y el carácter del presente, según ella.

Todo lo anotaba en su cuaderno de tapas amarillas, en el que dicen, llevaba un croquis de la Revolución. Con ese cuaderno y un libro de poesías, iba y venía por las calles de piedras.

El Fuego ardía. Dicen que una niña bailaba debajo de la Luna. Dicen que lo encendía una mujer que pasó de los sesenta. Dicen que llevaba un cuaderno de tapas amarillas, con Mandalas, con sueños, con un texto de la Pizarnik que habla de la Lucidez  y con un croquis de la Revolución.

Una madrugada Margarita Matilde amasó cuarenta panes, cuatro veces más, que todos los días. Los horneó y calientes los envolvió en un mantel y salió de la casa. Le dejo dos panes al vecino más viejo, y dicen que nunca volvió. 

Cuentan que desde entonces los Hombres comprendieron que la belleza no se compara.

De Margarita Matilde, unos dicen que llevaba un caballo negro y otros dicen que llevaba un caballo blanco. Unos dicen que vieron la Sombra y otros dicen que vieron la Luz.

Cuentan que desde entonces en la casa que habitaba  arde un fuego que nadie sabe quién lo enciende. Y por  agradecimiento, tal vez, los que pasan dejan un leño seco, dicen: para que haya frutos y todo esté contenido en la Palabra.

Cuentan que desde entonces los Hombres sueñan y cuentan sus sueños. Niegan que se hayan multiplicado los panes como dicen los diarios de la ciudad. Dicen que, se multiplicó la Palabra y que los Hombres recuperaron el juego como concepto. Y que dejaron de llamarlos  “los que habitan en “las afueras””.  

Cuentan que desde entonces,  los hombres y mujeres  buscan el Poema.

Y cuentan que desde entonces, por las calles de piedras suelen ver una niña que lleva un cuaderno de tapas amarillas.

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Miguel Ángel Montoya Jamed

Margarita Matilde

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