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Ignacio Martínez: ‘Cuento de amor’

Ignaciomartinez

Ignacio Martínez es un conocido escritor uruguayo que ha publicado más de 70 libros (la mayoría de ellos de literatura infantil) y ha escrito una treintena de obras de teatro. Es el responsable de la revista ecologista de niños ‘El Tomate Verde’, presidente de las Redes Amigos de la tierra de Uruguay, presidente del Departamento de Cultura del PIT-CNT de Uruguay y miembro de la Red Internacional de Escritores por la Tierra (RIET). Podéis saber más sobre él en su web oficial. Hoy os dejamos con un bello relato, que lleva como título ‘Cuento de amor’, con el que esperamos alegraros el viernes y que viváis un fin de semana lleno de amor.

‘Cuento de amor’

Desde hace como dos años estoy enamorado de ella. Nunca estuvimos juntos porque siempre nos tocaron grupos diferentes, pero la conozco desde primer año y ahora que ella está en quinto “A” y yo estoy en quinto “B” debo reconocer que me tiene loco de amor…bueno, loco, lo que se dice loco, quizá no, pero yo siento que soy capaz de hacer cualquier locura con tal de ser su novio.

Todos los mediodía ella camina desde su casa hasta la escuela acompañada de dos o tres amigas que la pasan a buscar. Yo espero, al acecho, en la puerta de mi casa porque sé que, inevitablemente, ellas deben pasar por donde vivo.

Cuando siento sus voces me preparo y una vez que pasan frente a mi puerta yo salgo como haciéndome el distraído y comienzo a caminar detrás de ellas sin quitar mis ojos de Paola… ¡ah, así se llama ella!…que, sinceramente, ha desatado mis mejores pasiones.

Yo no sé si se ha dado cuenta de lo que siento por ella. Tampoco tengo ni idea si ella se ha fijado en mí, pero la verdad es que, aun a riesgo de cometer tremendos papelones, he hecho los más increíbles intentos para que se dé cuenta de que estoy verdaderamente enamorado. Una vez le pedí a un compañero que me empujara hacia ella para quedar bien cerca de su cara angelical. El empujón fue tan desmedido que yo volé como una pelota descontrolada, me derrumbé sobre una de las compañeras que estaba al lado de Paola y ambos caímos como un mueble destartalado y descolado sobre mi pequeño gran amor y los tres terminamos en el suelo, despatarrados y con las túnicas como trapos sucios. Se imaginarán la lista de protestas, improperios y reproches que me ligué y la ridícula situación en la que quedé.

En otra oportunidad tuvimos clase de gimnasia y ella apareció con un conjuntito que ¡guau! la convertía en una gata, en una leona, en una…bueno, en una nada, en realidad estaba divina, divina, divina. Yo también quise aparecer con ropa de atleta y por un momento me creí un gimnasta olímpico, un superhéroe de músculos gigantes, pero en realidad me sentí como lo que soy: un niño de diez años, flaquito como un tallarín, pegando el estirón, con pies grandes, rodillas huesudas y mi físico no llamó la atención de nadie y menos de Paola.

¿Qué hacer? ¿Cómo captar su interés por mí? ¿Cómo acercarme a ella? Si los dos estuviéramos en la misma clase quizá todo sería más fácil porque las mismas actividades escolares tal vez nos acercarían más y yo podría, qué sé yo, invitarla a estudiar en mi casa o ir a la casa de ella con cualquier excusa. Pero como estábamos en diferentes quintos ninguna de esas  oportunidades se me presentaba como yo deseaba.

Como ya dije, las únicas veces que nos veíamos era en gimnasia, en las clases de canto y en los actos, pero un día sucedió algo maravilloso. La escuela contrató a un profesor de teatro y en mí se despertó una inmensa vocación por la actuación.

El hombre joven integra un grupo que se llama Teatro Para Todos y vino a trabajar diferentes obras con nosotros. Algunas habían sido ya escritas por adultos, otras serían creadas por nosotros mismos y lo maravilloso fue que el profe juntó a los dos quintos para armar el elenco de una obra que decidimos hacer nosotros mismos.

El libreto consistía en que un grupo de niñas y de niños iniciaba toda una investigación científica por nuestra ciudad capital, Montevideo, indagando el estado de nuestras playas, arroyos y humedales, investigando sobre el aire y sus elementos nocivos para la salud, la contaminación sonora y el estado de las calles, de las zonas rurales, la basura y todo lo que había para mejorar.

Al principio hicimos dos o tres reuniones para conversar sobre esas cosas, pero ya, nomás, el hecho de que Paola estuviera conmigo me encantó y, sinceramente, fue como si me cambiara la vida, me hice amigo del profesor de teatro y comencé a querer al teatro como lo más importante de mi vida…bueno, lo más importante no, porque también está mi familia y porque está Paola, pero…

A la tercera o cuarta reunión se comenzaron a repartir las tareas de los casi setenta alumnos de los dos quintos. Primero se eligieron los que se encargarían de la escenografía, del sonido y de las luces. Es que la parte técnica es fundamental y el éxito de la obra podía depender de todo eso. Después se habló del vestuario y al final convinimos en que deberíamos salir como verdaderos expedicionarios, con mochilas, linternas, aparatos raros, mapas y todas esas cosas que llevan los científicos cuando investigan algo.

Al final se eligió al grupo de actores y actrices y… ¡Paola y yo quedamos en ese grupo! Desde entonces yo sueño despierto todas las noches con ella. A veces me imagino que andamos por la fortaleza del Cerro. Otras veces pienso que caminamos tomados de la mano por la playa Ramírez o nos perdemos en el Prado, en el Parque Rodó o por los montecitos de Melilla, las arboledas de Lezica o las orillas del Santa Lucía en Santiago Vázquez.

La verdad fue que la obra incluyó una aventura que consistía en que, precisamente, una científica se perdía en el Parque Lecocq y los demás tenía que recatarla de los peligros de los animales que habitan ese zoológico abierto y todos elegimos a Paola para interpretar ese rol de científica, pero para mi tristeza, la mayoría eligió también a un niño del otro quinto para dirigir las operaciones de rescate.

A partir de ese momento intenté otros caminos de acercamiento a Paola. Busqué conversar con ella sobre la obra de teatro, pero enseguida nos hallábamos rodeados de amigas y amigos que hablaban de lo mismo. Otra vez le regalé un alfajor y ella me lo agradeció, pero dijo que no le gustaban las cosas tan dulces y empalagosas y yo me sentí el más bobo del mundo.

En otra ocasión, mientras ensayábamos la escena en que ella se perdía y comenzaba a llamarnos en medio de la oscuridad, yo me levanté y dije “aquí estoy, aquí estoy” y lo único que conseguí fue que todos mis compañeros se rieran de mí, que el profesor me rezongara por la interrupción y que el otro niño, que era el que al fin de cuentas debía encontrar a Paola como científica extraviada en el parque, se levantara de su sitio, avanzara hacia ella y él sí dijera “aquí estamos, aquí estamos” y encima la abrazara y ambos se abrazaran como el más dulce e íntimo de los encuentros.

Es que así debía ser la escena y yo me moría de celos y nunca antes había llegado a aborrecer, a odiar, a desear cualquier maldad a un niño como lo hacía ahora contra aquel rival del otro quinto que yo ni conocía y que, seguramente, tampoco se merecía tanto desprecio de mi parte. Lo que ocurre es que, como bien dice la canción “cuando el amor viene sí, de esa manera, uno no se da ni cuenta” y eso me estaba sucediendo a mí.

Al fin estuvo pronta la obra, se fijó el momento del estreno para el Día del Medio Ambiente, el 5 de junio (que dicho sea de paso no sé por qué le llaman del “medio ambiente” cuando el ambiente debería ser entero, ¿no?) y el profesor se aseguró de que todo estuviera pronto para la actuación frente a los demás alumnos de la escuela, los padres y las madres, las autoridades escolares y la comunidad del barrio que allí estaría presente.

Para sorpresa de todos nosotros, el profesor llegó pálido, desencajado, ojeroso, eléctrico y no hacía otra cosa que decir para un lado y para otro “no puede ser”, “es lo último que me faltaba”, “estamos liquidados”. Nosotros no entendíamos qué sucedía. El profesor entró tres o cuatro veces a la dirección para llamar por teléfono hasta que al fin salió, nos reunió a todos en el fondo y nos habló con voz de congoja.

Es que estaba todo pronto. La escenografía sobre la ciudad había quedado hermosa, con grandes dibujos representativos de cada zona de Montevideo, la letra de lo que cada uno de nosotros debía decir había sido aprendida a la perfección y esa escena final del Parque sería perfecta porque todos terminábamos bailando con los animales, dando un mensaje de armonía entre los seres humanos y la naturaleza. ¡Hasta niños y niñas vestidos de árboles bailarían en la ronda!…pero lo terrible, lo inesperado, lo que no se podía prever, era que ese día el niño que rescataba a Paola tuviera gripe con fiebre y todo, y que su mamá hubiera ido a la escuela a comunicar con el mayor dolor del mundo que su hijo no iría a la escuela porque debía quedarse en cama. Al principio me vino mucha pena porque la obra de teatro corría el riesgo de venirse abajo, pero cuando el profesor me miró y se acercó a mí, sentí que un rayo divino, una magia inesperada, algo fantástico y único estaba a punto de ocurrir en mi vida.

–Serás tú el que rescate a Paola –me dijo y yo casi me hago encima. Por momentos sentí ganas de hacerle un monumento inmenso a la gripe y a la fiebre, pero enseguida me olvidé de eso cuando vi que Paola se acercaba hacia mí y por primera vez, en todos estos años de escuela, me hablaba mirándome con sus dos inmensos ojos negrísimos y me preguntaba si me animaba a sustituir al otro compañero.

Yo no sé qué le respondí, pero la obra comenzó como estaba previsto, los niños investigadores fuimos recorriendo distintos rincones del escenario, en el medio del patio, como si viajáramos por las diferentes zonas de la ciudad, cantamos algunas canciones sobre el ambiente y cuando Paola se fue alejando hacia el lugar que representaba el parque Lecocq, yo me preparé para la escena final.

Ella debía pedir auxilio y eso hizo. Yo, entonces, tenía que correr hacia ella, tomarle la mano, traerla hacia mí y abrazarla con todas mis fuerzas para protegerla de la peligrosa situación y eso fue exactamente lo que hice. Todos los demás actores formaron una ronda alrededor nuestro y comenzaron a bailar. Yo tenía que soltar a Paola e integrarme a la ronda junto a ella, pero no la solté y la rueda se formó alrededor de nosotros que todavía permanecíamos abrazados. Yo no la soltaba y ella tampoco a mí. Los dos parecíamos pegados uno al otro. El público comenzó a aplaudir y yo vi que el profesor también aplaudía como si no le importara esa escena no planeada. A Pao (así la llamo desde entonces) y a mí tampoco nos importaba que toda la escuela estuviera mirándonos abrazados en el medio del patio.

El éxito fue total y en ese momento, cuando ya todos los presentes salían de sus lugares para felicitar a los actores y las actrices de quinto año, a mí me vino una fuerza más grande que la de un volcán y en el preciso instante que aflojaba mi abrazo de enamorado, le di a Paola un exquisito beso en su mejilla color canela que ella me devolvió con un beso en mi mejilla más colorada que un tomate maduro.

Desde entonces fuimos novios y este cuento lo estoy escribiendo en sexto porque la maestra nos mandó de deberes que escribiéramos cuál ha sido hasta el momento el mejor día de la escuela y yo no tengo dudas de que para mí fue aquel 5 de junio del año pasado. ¡Ah, me olvidaba! En el encabezamiento pusimos “Cuento Colectivo” porque al final de esta historia firmamos “Paola y yo”.

Ignacio Martínez

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