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Miguel Ángel Montoya Jamed: ‘Flores amarillas’

montoya

El filósofo, escritor, profesor titular exclusivo de la Universidad Nacional de San Juan (Argentina) y miembro de la Red Internacional de Escritores por la Tierra (RIET), Miguel Ángel Montoya Jamed, vuelve hoy a nuestra web después de un tiempo de ausencia. Y lo hace con ’Flores amarillas’, un relato complejo de tintes filosóficos que, como es habitual en Jamed, engancha desde el primer momento.

‘Flores amarillas’

El filósofo, escritor, profesor titular exclusivo de la Universidad Nacional de San Juan (Argentina) y miembro de la Red Internacional de Escritores por la Tierra (RIET), Miguel Ángel Montoya Jamed, vuelve hoy a nuestra web. Y lo hace con

Una suave brisa se metía por las galerías, rondaba por la casa sin que se movieran demasiado las hojas de los árboles. En los alrededores de la casa, el verde de los pastizales y al Oeste la montaña.

Dos o tres caballos pastaban lejos, se movían despacio, de a ratos, como si comiesen la hierba solo para no aburrirse.

Golpie las manos, fuerte, tres veces. Como los gitanos, diría mi madre.

Supuse que llegué antes que alguien regresara del trabajo, aunque aún no era medio día.

Tampoco sé quién es “alguien”. No conocía a Martin, que es a quien buscaba. Martin o Ignacio.

Yo llevaba dos anotaciones en el mismo papel, en una decía Ignacio y en la otra Martin, ambas con la misma dirección.

La casa quedaba al fondo de la última  calle, después están las fincas y sólo hay callejones para llegar a las casas. Están bien cuidados, con la máquina de la cooperativa, pero son accesos de propiedades privadas.

Los árboles están alrededor de las casas y en el medio del campo, cada tanto, formando pequeños conjuntos. Seguramente, para que se resguarden los animales y para que los peones hagan sus descansos.

Observé todo eso, mientras esperaba que alguien llegara o saliera de la casa.

Yo no tenía urgencias, sólo quería hablar con Martin o Ignacio, había leído sus poemas y sus cuentos.  Sabía que eran de él, y estaban sin firma.

En la ciudad, cuando buscamos a alguien, tal vez pueda preguntársele a uno de los vecinos, en el campo no; los vecinos están lejos unos de otros.

En la ciudad los vecinos no se conocen los nombres, sólo de vista…se dice.

En el campo las casas están distantes unas de otras, pero los vecinos conocen el nombre del otro. Y tienen tiempo de conversar y de preguntarse cosas y se ofrecen ayuda, para cuando la necesiten.

Sólo una brisa se metía por las galerías de la casa. Adentro no había bulla y me extrañaba que no  hubiese salido algún perro a ladrarme. En el campo, en cada casa hay, generalmente, más de un perro.

En la entrada de la casa, debajo de la galería hay una mesa de madera, fuerte, y tres sillones, también de madera, fuertes, son un juego.

Sobre la mesa había unas piedras, seguramente, elegidas entre otras, de adorno y un cuaderno de tapas duras, no había reparado en él.

La suave brisa que rondaba entre las plantas, bueno por ahí se hacía visible, aunque por momentos la sentía en mis antebrazos. Yo me había arremangado la camisa, en el momento que entraba por la tranquera para cruzar el parque que está delante de la casa.

El cuaderno, estaba abierto, pensé que alguien había trabajado en él, por la noche y lo había dejado ahí. Claro: al lado del cuaderno había una lapicera, no de las comunes, si no de esas con pluma. Se me antojó  pensar: una lapicera de la que usan los escritores.

Los escritores usan esas lapiceras, caras, por respeto a la palabra, por consideración a las letras. No sé si: caras, pero no son lapiceras comunes.

El cuaderno tenía dos o tres hojas levantadas que se movían con la brisa, como si esta se hubiese detenido ahí. Las hojas iban y venían de una tapa a la otra.

Me acerqué y con duda, pensé que con imprudencia, detuve las hojas, o sea: detuve abierto el cuaderno donde estaba el último párrafo escrito.

No era un párrafo, era un renglón: “El Tiempo son las flores amarillas”.

Me conmovió. Dejé mi mano derecha, extendida, sosteniendo las hojas del cuaderno para que no se cerrara. Leí con lentitud…una y otra vez…no buscaba memorizar, si no, sabía que debía comprender.

Sentía que había entrado a un lugar y tenía necesidad de entender sus recovecos.

Sentí tranquilidad y placer, supe que era una de las situaciones que conforman mi satisfacción.

No era un párrafo. Era un texto intenso, profundo.

Me quedé ahí o mejor dicho: me quedé en él un rato, no sé cuánto tiempo. Siento que entré y que no había tiempo.

Martin o Ignacio habitaba  ese  lugar…….intemporal.

Pensé que entraba y se despojaba de la Finitud, pero que no podía quedarse en esa intemporalidad.

Martin o Ignacio, es el Tiempo.

En el cuaderno decía, en la última escritura: “El Tiempo son las flores amarillas”

Por casualidad, las tapas del cuaderno, eran amarillas…….un cuaderno de tapas duras.

Retiré la mano de las hojas y estas siguieron moviéndose…….dos o tres hojas iban y venían de una tapa a la otra.

Acomodé mi cartera en el hombro izquierdo, como siempre, y bajé de la galería. La entrada era una particular calle de piedras, una superficie que obligaba a caminar despacio.

Al costado, del lado del Este, habían flores amarillas. Una planta, que era muchas varas o ramas, que salían del mismo lugar del suelo, digo: no había un tallo, y terminaban en muchas flores amarillas.

Me acerqué y las miré sin tocarlas, me sedujeron, casi todo el costado de aquella calle de piedras, al costado de la galería, tenía de esas plantas.

Yo estaba frente a las plantas pero pensaba en el texto.

Sentía que debía quedarme ahí, no en la casa, no en el costado de la galería, si no en la intensidad de lo que había leído.

Giré, suavemente hacía la izquierda para salir, y había un pequeño árbol, como…un algarrobo, pero con flores amarillas.

Crucé la tranquera y me detuve un instante a mirar hacía la casa. Ya no tenía necesidad de que alguien saliera.

Tuve la sensación que había conocido a Martin o Ignacio…….”el hombre sin tiempo”, como le decían.

Antes yo había leído sus poemas y unos cuantos de sus cuentos, estaban sin firma.

Ahora: “El Tiempo son las flores amarillas”.

Caminé despacio, como si aún estuviese sobre la calle de piedras.

Caminé satisfecho…  “El Tiempo son las flores amarillas”.

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Miguel Ángel Montoya Jamed

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